A caballo entre la comedia y el drama, entre lo histriónico y lo sentimental, pocos dudan de que Robin Williamsera uno de esos, cada vez menos, actores todoterreno, capaces de hacer reír a toda la familia peleando contra una masa verde en Flubber y el profesor chiflado como de encarnar al hombre más trascendental para la vida de un joven rebelde en El indomable Will Hunting.
El hombre con la sonrisa más triste de Hollywood hizo reír a varias generaciones con Señora Doubtfire, soñar con El club de los poetas muertos y fue “el genio más genial” en Aladin. Pero Robin Williamssiempre arrastró un poso de amargura del que hace gala en títulos como Buenos días, Vietnam o El hombre bicentenario.
El fallecido actor Christopher Reeve contó una vez que la primera persona que le había hecho reír tras quedar parapléjico al caerse de un caballo había sido Robin Williams.
Habían sido compañeros de estudios de interpretación en la Julliard School, donde Williams se graduó en 1973, y amigos durante toda la vida. Cuando estaba todavía ingresado en el hospital, Williams se hizo pasar por un doctor ruso que quería practicarle una colonoscopia. “La vida solo te da una pequeña chispa de locura. No debes perderla”, dijo en una ocasión.
Un genio irresistible lleno de debilidades
Hijo de una modelo retirada y un directivo de la industria del automóvil, Williams nació en Chicago en 1951 y desde bien joven combinó un genio irresistible y una verborrea sin igual con una vida personalplagada de debilidades.
“Empecé haciendo comedia porque era lo único que podía encontrar. Por la simple idea de estar delante de la cámara. Eso era lo único que me interesaba. Aprender el oficio y estar en las producciones”, explicó en una ocasión.
Antes de saltar a la interpretación empezó a estudiar Ciencias Políticas, una inquietud comprometida que nunca le abandonó en sus ácidas comparecencias públicas, como cuando en el Festival de Berlín presentó La memoria de los muertos, uno de sus filmes más oscuros, y disparó una rueda de prensa en la que dijo “no sé qué hacemos buscando armas químicas en Irak cuando sería más fácil mirar en los albaranes del Pentágono”.
Y antes, incluso de llegar al cine, Williams ya había coqueteado peligrosamente con la cocaína, que compartió con otro malogrado amigo suyo, John Belushi. “La cocaína es la manera que tiene Dios de decirte que estás ganando demasiado dinero”, decía con ironía.
¡Oh, capitán, mi capitán!
Fraguado en los fuegos de la televisión con series como Happy Days y, sobre todo, Mork & Mindy en la segunda mitad de los setenta, el cine tardó más en darle la bienvenida, pero fue a lo grande con Buenos días, Vietnam, de Barry Levinson, que sacó un partido único a su rapidez verbal, a su ingenio y su capacidad para combinar con una gran sonrisa una mirada triste.
También le supuso su primera nominación al Óscar y abrió su mejor época profesional y vital, continuada con El club de los poetas muertos, de Peter Weir, la película que hará hoy que se levante toda una generación de adolescentes a despedirle al grito de “Oh, capitán, mi capitán”, pues en ella encarnó a un heterodoxo profesor que se sale de los temarios y entra en la materia sensible de la vida.
Después pudimos verle en El rey pescador, de su ídolo cómico, Terry Gilliam (de los Monty Python), metido en la piel de un mágico fabulador que le valió otra nominación a la estatuilla. Un premio que nunca llegó hasta que se enfrentó a la brillantez indómita de Matt Damon en El indomable Will Hunting. Un papel secundario que dió algunos de los mejores monólogos de la historia del cine.
Un personaje tan agridulce como él mismo. Un psiquiatra viudo ideado por Gus Van Sant que, por primera vez, dejó a Robin Williams casi sin palabras al subir al escenario ante la ovación de toda la profesión.
Le duró poco, enseguida se recuperó y bromeó explicando que su padre le pidió que tuviese una profesión de repuesto por si a caso no le funcionaba lo de ser actor.
Un genio genial
Antes, Disney pensó en él como el único capaz de poner voz al genio de Aladín, su gigantesco éxito comercial, y su pericia fue tan bárbara que algunos incluso pidieron una cuarta nominación al Óscar por un trabajo de doblaje.
Sin embargo, Steven Spielberg pensó en lo contrario y puso en sus manos el papel de un Peter Pan hastiado y amargado en su vida real que regresó a Nunca Jamás para solucionar su insatisfacción. Era Hook y allí reafirmó su conexión con uno de sus públicos más fieles: el infantil.
Muchos fueron los títulos de corte familiar en los que explotó su faceta más desternillante, como Señora Doubfire, que le reportó un Globo de Oro por convertirse en una adorable asistenta británica para estar más tiempo con sus hijos; Jumanji; Patch Adams, sobre la terapia de la risa; o la incomprendida Jack, rareza agridulce de Francis Ford Coppola.
Se marchó sin decir adiós
Tras aceptar papeles lejos de la altura de su talento y participaciones un tanto puntuales en películas notables como Insomia, del ahora idolatrado Christopher Nolan, o éxitos de taquilla como Noche en el museo y Happy Feet, en la que volvió a prestar su voz, Robin Williams regresó a un centro de rehabilitación tras reconocer su alcoholismo en 2006 y en 2009 sufrió problemas cardíacos.
Sin embargo, nada parecía indicar que el actor, que seguía más en el corazón del espectador que en la mente de los productores, se iría así sin más.
Bromeaba con sus visitas a estos centros y su vida en “el estado del vino”, se había anunciado una secuela de Señora Doubfire, estaba rodando otra entrega de Noche en el museo y disfrutaba de un matrimonio todavía corto pero aparentemente estable con Susan Schneider.
Las mujeres, otra de las debilidades de la caótica existencia de Robin Williams que deja tres hijos de sus dos primeros matrimonios de los que no se arrepentía. Al fin y al cabo, como dijo una vez, “hasta los errores son hermosos”.
Varias fuentes
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