Colombia vive una fiebre de paz, por la positiva y por la negativa: que hay que conseguir la paz a cualquier precio, que no puede ser que los salvajes crímenes del conflicto no sean pagados con cárcel, que se firmará el fin de las hostilidades con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) el 23 de marzo, que el 23 de marzo no se firmó y no se sabe cuándo será.
Y lo mismo empieza a ocurrir ahora con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), luego de que esta semana se anunciara el inicio formal de un proceso de negociación.
Paz, paz, paz.
La palabra suena como martillazo en la comunicación oficial, en los medios, en los debates de juristas y legisladores.
Sus ecos se escuchan con fuerza en la capital, en las grandes ciudades, en algunos territorios.
Pero cuanto más se adentra uno hacia los confines del país, allí donde el conflicto de más de 50 años ha estado más profundamente arraigado, más débil y confusa suena.
«No se ha hecho un trabajo de concientización con la población civil», me dice Simón Carvajal, quien provee servicios de salud en el pequeño caserío de Cooperativa, sobre el río de Oro, fronterizo con Venezuela, en el departamento de Norte de Santander.
«No ha llegado una sola invitación, siquiera una, a un curso, a un taller, un programa para que la población civil se involucre para el conocimiento del proceso de paz».
Apenas se enteran de lo que se dice por televisión o lo que pueden leer cuando traen algún diario.
Los celulares no funcionan allí; no hay teléfono.
Para hacer una llamada o usar internet hay que andar varios kilómetros, hasta un caserío de indígenas barí (este territorio pertenece a esa comunidad) donde hay una instalación satelital que funciona a veces sí, a veces no, en general no muy bien.
«Nos sentimos aislados»
La presencia del Estado es menos que mínima en estas tierras.
Ni siquiera el cargo de Carvajal, como único proveedor de salud de Cooperativa, es financiado por el erario público; le pagan cuatro comunidades de la zona, asegura.
«Nos sentimos aislados», dice.
Allí la autoridad está representada por los grupos armados y a los habitantes les preocupa que una vez firmado un acuerdo de paz, aumente la criminalidad, hoy limitada por las reglas que fija la guerrilla.
Dice Carvajal: «Al no haber nadie que haga contrapeso, la población civil está expuesta a ser víctima otra vez por cualquier actor, así no sean los paramilitares; puede ser delincuencia común».
Pasacalles del ELN
La población de Cooperativa tiene solo unas pocas casas y calles, parte de cemento, parte de tierra, cubiertas con mallas oscuras –colocadas hace poco tiempo– para poner coto al impiadoso sol.
Por la mañana llegan por el río canoas con padres que traen a sus hijos a estudiar desde fincas aledañas.
Cuando bajan a la playa suben por una rampa de cemento coronada por un pasacalles del Ejército de Liberación Nacional (ELN), colocado en torno al 15 de febrero pasado para rememorar los 50 años del abatimiento de Camilo Torres, cura guerrillero de las filas de ese grupo rebelde, en un enfrentamiento con fuerzas de seguridad.
Esta es zona de profunda influencia guerrillera, no solo del ELN, sino también de las FARC.
Llegar hasta Cooperativa lleva 8, 9 o más horas –dependiendo del estado del camino y los retenes– de viaje por carretera desde la ciudad de Cúcuta, capital del departamento de Norte de Santander.
Un viaje que recuerda una Colombia pasada, en la que viajar por tierra era considerado al menos una peligrosa aventura.
Zona militarizada
A medida que uno se aleja de Cúcuta se van viendo menos y menos coches, el asfalto desaparece y deja lugar a un camino de tierra que en tramos sólo se puede recorrer en vehículos con alto despeje del suelo, idealmente 4×4.
O motos. Siempre hay motos. Algunas intimidan: sobran las historias de hombres en moto que detienen un coche y secuestran a sus tripulantes. Por ese riesgo, así como el de ataques y asaltos, y por las pésimas condiciones del camino, no es posible viajar de noche.
Con la frontera con Venezuela siempre al este, los caseríos se vuelven escasos, pequeños. Aparecen pintadas del ELN o las FARC.
Hay puestos móviles del Ejército con tanquetas de guerra, alertas a la vera del camino, algo que ya casi no se ve en gran parte del país. Algún soldado limpia el cañón de una de ellas.
Pasamos junto a una planta de aceite de palma de propiedad privada. Frente a ella, una guarnición del Ejército cuyo fin es proteger esas instalaciones.
La Gabarra
La última gran población –todavía pequeña– de esta vía de tierra que conduce hacia el norte es La Gabarra. Su estación de policía está forrada en bolsas de arena que sirven de blindaje contra balas de fusil.
Un poblador local me contó cómo allí, en 2015, un policía que dejaba su turno recibió un balazo mortal de un francotirador, posiblemente, dijo, de la guerrilla del ELN, que convive en esta región con las FARC.
Con todo eso, la policía dice que el lugar se siente más tranquilo, también lo dice el Ejército. Las FARC, aseguran, están cumpliendo cabalmente el cese el fuego unilateral que sostienen desde julio de 2015.
Pero el ELN, que todavía recientemente anunció junto al gobierno el inicio de su propia negociación de paz, ha venido incrementando sus ataques en todo el país.
Y según cálculos del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos las acciones violentas asociadas al conflicto, que han venido cayendo en el país en general, se incrementaron un 60% en el municipio de Tibú, al que pertenece La Gabarra, al comparar tres años de negociaciones de paz entre gobierno y las FARC (2012-2015) y los tres años anteriores al inicio de los diálogos.
Medios colombianos informaron en días recientes que el Ejército tuvo que vigilar las obras de una gran escuela en La Gabarra, luego de que por amenazas del ELN los trabajadores de construcción que la erigían huyeran del lugar.
Justo delante de la estación de policía está la iglesia, cuyo párroco es Juan Manuel Aparicio Rubio.
Para él, la gran preocupación es que las negociaciones de paz colapsen.
«Porque si el proceso no se da vamos a seguir en lo mismo, en las mismas guerras, en los mismos combates«, me dijo.
Contrastes y masacres
En La Gabarra, en Cooperativa, en toda esta zona, existe con los grupos armados una relación llena de contrastes, que combina temor, resignación, costumbre y también cercanía.
Un soldado del Ejército en La Gabarra me dice que allí muchos son milicianos de la guerrilla (colaboradores no armados).
«Son sus hijos los que se fueron al monte a tomar las armas».
Esta sospecha de las fuerzas de seguridad sobre los civiles que se supone que están custodiando tiene su reflejo en la desconfianza de los civiles hacia el Ejército, al cual recuerdan asistiendo a los paramilitares de derecha que se tomaron la zona hacia 1999.
El 21 de agosto de ese año mataron allí al menos a 35 personas. Descuartizaron cuerpos, los arrojaron al río Catatumbo.
Se adueñaron –hasta su desmovilización hace poco más de una década– del pueblo, que hasta entonces había sido zona de influencia de la guerrilla.
El mismo hotel en el que dormimos fue escenario de asesinatos cometidos por ellos, me confesó su sueña.
Pero La Gabarra no sólo ha sido escenario de masacres paramilitares.
El 15 de junio de 2004 miembros del Frente 33 de las FARC entraron a una finca cocalera, mataron a 34 personas y dejaron siete heridas.
La coca
Entre otras cosas, las peleas territoriales en la zona son por el control de la producción y procesamiento de la hoja de coca, motor de la economía local.
Navegando por el río, recorriendo los caminos, pueden verse impunes plantaciones de todos los tamaños.
Norte de Santander en general es territorio cocalero.
Pero en la zona del Catatumbo la poca presencia estatal hace más fácil su producción y procesamiento. La cercanía con Venezuela -según las autoridades- ayuda a sacarla de allí hacia los mercados internacionales.
Para los campesinos es una opción más viable que otros cultivos, algo que ya escuché en otras regiones del país pero que aquí es aún más claro.
Infraestructura
La coca la van a recoger los compradores, cualquier otro producto de la tierra tocaría fletarlo para poder venderlo.
Recordemos: llegar a Cúcuta desde Cooperativa lleva unas 8 horas, por caminos apenas transitables.
Aunque el gobierno está llevando adelante un gran plan de infraestructura vial en todo el país, en esta zona todavía no se termina de notar.
Hay algunos pequeños tramos asfaltados y el batallón de ingenieros del Ejército estaba pavimentando algunos más.
Pero la mayor parte de los más de 160 kilómetros que hay entre Cúcuta y La Gabarra son camino de huella apenas transitable. Ni hablar del tramo La Gabarra-Cooperativa.
Mientras esperan el asfalto, las obras de infraestructura, los pobladores de la zona siguen viviendo en una especie de duermevela entre el horror y la tranquilidad, esperando también esa paz que llegará con toda su carga de incertidumbre.