Perozo dijo que se vino a Estados Unidos con lo puesto hace cinco meses tras recibir amenazas de muerte por haber denunciado irregularidades como miembro de mesa en elecciones del 2013. Indicó que se permitía que discapacitados entrasen a sufragar acompañados por más de una persona y que a los miembros de mesa del oficialismo les permitían tener teléfonos móviles y a los de la oposición no. Antes de partir se mudó de casa, vendió su automóvil, dejó su empleo y cambió el número de su teléfono celular para evitar ser encontrado, pero aún así las amenazas siguieron.
«No es fácil vivir sabiendo que te están siguiendo. Me sentía como un ladrón, un preso, no podía hablar con nadie, no podía salir… Tenía miedo de que me mataran», manifestó el hombre de 44 años, que ha adelgazado unos 11 kilos desde que llegó en octubre.
Perozo es parte de una nueva camada de inmigrantes venezolanos de clase media y sin demasiados recursos que vienen a Estados Unidos para escaparle a la inseguridad reinante en Venezuela, a menudo denunciando persecución política y sin el respaldo económico que tenían los connacionales que comenzaron a arribar tras la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999.
Son mayormente profesionales y pequeños empresarios a los que se les hace cuesta arriba comenzar una vida nueva desde cero y que con frecuencia pasan grandes penurias en Estados Unidos. En algunos casos dejan todo en su país y viven aquí con la ayuda de amigos, familiares, iglesias u organizaciones comunitarias. Sin visas de trabajo o residencia, esperan obtener un asilo político que les permita trabajar para poder subsistir.
«Antes solo salían los ricos y la clase media tradicional. Ahora está saliendo la nueva burguesía y la clase media porque es mucho más difícil vivir allí», manifestó a la AP Christopher Sabatini, director de políticas públicas del Consejo de las Américas y profesor de asuntos latinoamericanos en la Universidad de Columbia. «La mayor preocupación es la seguridad. La gente no sale a la calle, afecta su forma de vivir».
Los que emigran le huyen a una escasez crónica de alimentos básicos, una inflación del 56%, pocas perspectivas laborales y, sobre todo, la inseguridad. La convulsión política que vive Venezuela se ha intensificado en las últimas semanas, en que enfrentamientos entre manifestantes y la policía dejaron al menos 25 personas muertas y cientos de heridos.
Venezuela es uno de los países más violentos de la región, con una tasa de homicidios de 39 por cada 100.000 habitantes, según el Ministerio de Relaciones Interiores de esa nación. Cálculos del organismo activista Observatorio Venezolano de Violencia, sin embargo, indican que el 2012 terminó con un índice de 79 homicidios por cada 100.000 personas.
También abundan los secuestros extorsivos. No existen estadísticas sobre la cantidad de secuestros, pero algunas organizaciones no gubernamentales sostienen que se trata de un índice elevado. El gobierno, en cambio, alega que se han reducido y los analistas atribuyen el descenso a que las víctimas han dejado de denunciar sus casos.
El secuestro de una hija de 16 años fue precisamente lo que impulsó a Enrique Landaneta a dejar su restaurante en manos de un empleado y venirse a Estados Unidos con su familia en febrero del 2013, según dijo. Como los 10.000 dólares de ahorros que traía ya se le han acabado, un amigo le facilita un apartamento a unos 30 kilómetros al noroeste de Miami.
Landaneta asegura que tras recibir amenazas de muerte por permitir que en su negocio se reunieran dirigentes de la oposición, fue interceptado por cinco individuos encapuchados cuando bajaba de su automóvil una noche al llegar a su casa, donde estaban sus dos niñas y su esposa. Después de amordazarlos e insultarlos, los hombres se llevaron a la mayor de sus hijas en la camioneta del empresario y los teléfonos que había en la casa. Horas más tarde, abandonaron a la chica y al vehículo en un descampado sin haber pedido dinero para el rescate, relató Landaneta tras asegurar que fue una intimidación ya que los secuestradores «no buscaban pertenencias ni nada».
«Aquí la vida no es fácil, pero la seguridad no tiene precio», expresó Landaneta en una reciente entrevista con The Associated Press. «Es bastante difícil, pero no estamos arrepentidos. La tranquilidad no tiene precio», insistió el hombre de 36 años, que junto a su familia solía venir de vacaciones a Estados Unidos y también fue a Aruba, Brasil y Panamá. Ahora no puede solventar una salida a un restaurante.
La embajada de Venezuela en Washington no respondió los mensajes de correo electrónicos enviados por la AP para tratar de hablar sobre la emigración de los venezolanos.
El empresario Carlos Salamanca, su mujer y dos hijas se vinieron a Estados Unidos en enero. Al igual que Perozo, no tenían propiedades, familiares ni amigos en este país. Sólo 7.000 dólares y la esperanza de permanecer lejos de la inseguridad callejera. A dos meses de su arribo, el matrimonio duerme en un viejo automóvil Nissan que compraron por 1.000 dólares y se alimenta con la ayuda de compatriotas.
Salamanca, de 54 años, tenía una empresa de venta de tanques de gas de oxígeno, que dejó en manos de su hermano.
«Me desespera ver a mis hijos durmiendo en el asiento trasero del auto, incómodos, con todo este calor», declaró Mercedes Olivares, la esposa de Salamanca, de 42 años.
Personas como Perozo, Salamanca y Landaneta le están cambiando el rostro a la colonia venezolana de Estados Unidos.
A comienzos de los 2000 la comunidad venezolana del sur de la Florida, la más numerosa de Estados Unidos, estaba integrada mayoritariamente por familias que llegaban a invertir e instalar sus negocios y que por esa vía conseguían visas para permanecer legalmente en este país. Algunos se instaron en casas de vacaciones que ya tenían, mientras que otros compraron con sus ahorros residencias lujosas en elegantes vecindarios.
Pero en los últimos tiempos el perfil del venezolano que vive en Estados Unidos ha cambiado: los inversionistas e inmigrantes con poder adquisitivo se ha entremezclado con personas que arriban principalmente como turistas escapando de la inseguridad en su país y deciden no regresar.
En 2013 Estados Unidos concedió poco más de 221.000 visas de no inmigrantes a venezolanos, unas 55.000 más que en 2010, de acuerdo con el Departamento de Estado. Las solicitudes recibidas en la embajada de Caracas, sin embargo, fueron más: un promedio de 245.000 en 2011, 2012 y 2013, según información del consulado de Estados Unidos en Caracas.
Aunque no existen estadísticas sobre la cantidad de venezolanos que llegan para quedarse, «podríamos estar hablando de miles en el último año», dijo José Antonio Colina, presidente de la organización Venezolanos Perseguidos Políticos en el Exilio, tras detallar que sólo su grupo ha atendido a una 40 familias de un promedio de cuatro miembros al mes, que representarían a unas 2.000 personas al año.
«Se vienen sin casa, sin plata, sin un lugar a donde quedarse … Por lo general tienen algún familiar o amigo que le permite estar una semana con ellos, pero no un mes; y en algunos casos no conocen a nadie», explicó.
En Estados Unidos la cantidad de venezolanos se incrementó de 91.500 en el 2.000 a 215.000 en el 2010, de acuerdo con información del censo. La mayoría de ellos, el 57%, vive en la Florida.
En el sur del estado hay ciudades vecinas de Miami, como Doral o Weston — hacia el noroeste— conocidas como «Pequeña Venezuela» por la numerosa comunidad venezolana que reside allí.
Muchos venezolanos que llegan sin nada se aferran a la posibilidad de conseguir asilos políticos.
Salamanca, quien asegura fue amenazado por haberse inscripto en un partido opositor tras haber simpatizado con Chávez, y Landaneta, quien también dice que recibió amedrentamientos tras alejarse del oficialismo y permitir que activistas de la oposición se reunieran en su negocio, afirman que sus vidas corrían peligro, y esperan obtener asilo en Estados Unidos.
Los abogados de inmigración advierten que se trata de un trámite difícil y que no basta con haber sido amedrentado.
La cantidad de asilos otorgados a venezolanos, no obstante, casi se duplicó de 585 en el 2009 a 1.099 en 2012, de acuerdo con la oficina de estadísticas de inmigración del Departamento de Seguridad Interna.
«Deben probar que efectivamente van a ser perseguidos en su país», expresó en entrevista telefónica con AP Antonio Revilla, presidente del capítulo del sur de la Florida de la Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración. «No hay ningún beneficio automático aquí para los venezolanos. Tienen que probar su caso como cualquier otra persona».
Para obtener asilo político, una persona tiene que probar que ha sido perseguida o va a serlo debido a su opinión política, raza, religión o pertenencia a algún grupo.
«Me siento como un don nadie», dice Perozo, quien vivió en un cuarto de hotel durante dos meses, luego rentó una habitación en una casa de familia, y ahora, con la ayuda de amigos vive en un precario cuarto en una casa rodante con una cama, una heladera pequeña y dos hornallas eléctricas para cocinar. «Nadie me conoce, no tengo validez de mis títulos (universitarios)… Pero a mi país no puedo volver. Si vuelvo me van a matar, tengo que seguir. Ya no hay vuelta atrás».
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