El tema del Foro Económico Mundial de Davos de este año es “Liderazgo responsable y receptivo”. Sin embargo, una posible interpretación del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses es que hoy en día a los electores les importa menos la responsabilidad que la “autenticidad”. Los votantes acogieron con beneplácito los comentarios temerarios de Trump sobre cuestiones delicadas porque estaba diciendo lo que pensaba y estaba siendo fiel a sí mismo. Los políticos comunes y corrientes, al decir siempre lo “correcto”, parecen artificiales e insinceros.
Pero, ¿es necesario que la autenticidad implique temeridad? Por otra parte, ¿es posible que la conducta políticamente correcta constituya una forma de irresponsabilidad, en la medida en que evade cuestiones difíciles y no se enfoca en lo correcto sino en lo que es fácil de justificar? ¿Requiere la autenticidad enfrentar la ansiedad y la angustia que Jean-Paul Sartre consideraba eran las compañeras inevitables de la libertad y la responsabilidad?
Estas son preguntas importantes para los responsables de formular políticas económicas y también para todos los demás. Las autoridades enfrentan su labor de dos maneras fundamentalmente diferentes. Un paradigma considera las políticas económicas como el conjunto de las mejores prácticas universales. Mientras más se adopten, más inversores vendrán.
El otro paradigma considera las políticas como soluciones a problemas específicos. Puesto que cada sociedad tiene su propio conjunto de características, limitaciones y metas, las políticas necesariamente son idiosincráticas: se hace camino al andar. Esto no significa que se debería ignorar lo que se puede aprender de los demás; pero la imitación sin adaptación es receta para la ineficacia, o algo aún peor. Fácilmente puede conducir a que se importen soluciones a problemas que el país no tiene, permitiendo que los problemas reales se agraven.
Colombia y Panamá ilustran el contraste entre estos dos enfoques. Durante buena parte del pasado reciente, la formulación de políticas económicas en Colombia ha estado impulsada por dos metas: celebrar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos (en vigencia desde 2012) e integrarse a la OCDE (en negociaciones desde 2013). (En realidad, otras iniciativas importantes han sido el proceso de paz y la expansión de la red vial, si bien, estrictamente hablando, estas no son políticas económicas).
Mientras tanto, no se ha abordado el principal obstáculo al crecimiento que enfrenta Colombia, presumiblemente la falta de dinamismo en las exportaciones, dada la caída del precio del petróleo. A pesar del acuerdo de libre comercio –y una depreciación de 38% del peso desde 2014– las exportaciones a Estados Unidos no han ido a ninguna parte: en general, se han estancado, han caído en relación con el total de exportaciones, y se han concentrado aún más en productos tradicionales, como petróleo, café, oro y flores.
Esto se encuentra en marcado contraste con el impacto que tuvo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte sobre las exportaciones de México: entre su entrada en vigor, en 1994, y 2000, las exportaciones de México a Estados Unidos se triplicaron, pasando de 50 millardos de dólares a 150 millardos. En la década siguiente, en Vietnam se generó un boom de exportaciones incluso mayor, sin ningún tratado de libre comercio. Es evidente que el Nafta fue crucial para México, pero, sea lo que sea que impide que Colombia se transforme en un exportador más exitoso, no es algo que pueda solucionar un tratado de libre comercio.
Pero es altamente improbable que estas cuestiones se aborden a través de la integración a la OCDE, la cual exige una panoplia de reformas relativas a gobierno corporativo, mercado privado de seguros, política de competencia, estadísticas, salud, tecnología, agricultura y otros ámbitos de regulación. El que alguna de estas reformas engendre una nueva gama de industrias de exportación que pueda impulsar el avance de Colombia, es jugar a la lotería, para decirlo sin rodeos.
Ahora consideremos a Panamá, por mucho, la economía latinoamericana que más creció durante el auge de los precios de los productos básicos, de 2004 a 2014. El aumento anual del PIB de Panamá alcanzó un promedio de 8,2%, pese a que este país no se benefició directamente de la bonanza de las materias primas que favoreció a Colombia y gran parte de América del Sur. Ahora que el auge ha terminado, Panamá continúa creciendo a un ritmo de 5%, mientras que Colombia se encuentra al borde de una recesión.
¿Cómo lo logró Panamá? Luego de que el control del Canal de Panamá pasara a la nación, en 1999, sus autoridades comenzaron a pensar sobre la forma de maximizar los potenciales impactos económicos del canal. Decidieron convertir las bases militares estadounidenses en zonas económicas especiales. Otorgaron concesiones para construir nuevos puertos con el fin de facilitar las actividades de logística alrededor del canal. Desarrollaron el aeropuerto para apoyar a COPA, la aerolínea privada local, a medida que ella se transformaba en líder regional. Invirtieron 7% del PIB en la expansión del canal, proyecto que finalizó en 2016. Crearon un régimen tributario y migratorio especial, destinado a atraer sedes regionales de empresas multinacionales. Autorizaron la construcción de un oleoducto para el transporte de petróleo a través del istmo, con un puerto en cada extremo.
Junto con la Zona de Libre Comercio de Colón y el Centro Financiero Internacional, que ya existían, el todo terminó siendo mucho más que la suma de sus partes. Las sinergias entre el aeropuerto, los nuevos puertos, las instalaciones de logística, los bancos y las sedes regionales, generaron un boom en la exportación e inversión en servicios, bases de su rápido crecimiento económico. Y con esta prosperidad vino la gastronomía, el arte y el turismo.
El auge en la construcción no residencial creado por este crecimiento ha contribuido no solo a absorber la fuerza laboral que estaba abandonando las zonas rurales, sino también a lograr una notable reducción de la desigualdad. En esta estrategia liderada por la exportación de servicios, la fuerza de trabajo altamente calificada no se transformó en una restricción importante al crecimiento gracias a una política de inmigración relativamente abierta, la cual permitió al país emplear a los talentos que Colombia, entre otros países, fue incapaz de retener.
La comparación entre estos dos enfoques es clara. Las autoridades colombianas han puesto esperanzas en que si adoptan marcos legislativos y regulatorios basados en las mejores prácticas, alguien habrá de llegar. Y de no ser así, de todos modos pueden disfrutar de los elogios que reciben de parte de organizaciones internacionales.
Panamá, en contraste, corrió el riesgo de imaginar algunas inversiones estratégicas clave orientadas a las exportaciones, y luego se enfocó en la creación de las condiciones necesarias para hacerlas realidad. En muchos casos, el sector privado tomó la iniciativa. Pero las autoridades no rehuyeron la responsabilidad de hacer grandes inversiones estratégicas públicas cuando fueron necesarias, como en el caso de la expansión del canal y del aeropuerto. Es posible que el régimen tributario especial y otras de las políticas que adoptaron no sean del gusto de la OCDE. Pero, probablemente, estas medidas contribuyeron a crear el ecosistema que hace que Panamá sea tan atractivo para tantas empresas del Fortune 500.
El liderazgo auténtico exige un compromiso con metas reales. Sin embargo, para alcanzarlas, no existen soluciones prefabricadas. El diseño de políticas que aborden problemas específicos, sin ignorar las lecciones provenientes del pasado o de otros lugares, conlleva riesgos, y todo líder responsable necesariamente sentirá la ansiedad que esto crea.
En el fondo, la autenticidad no requiere una temeridad a lo Trump. Pero renunciar a las metas económicas de uno e imitar en vez los medios utilizados por otros para alcanzar sus metas no solamente es inauténtico: también es altamente irresponsable.
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