“¿No necesitan mano de obra en su país? Yo podría ofrecerles 10 millones de egipcios”. La ligereza con la que el presidente Mohamed Hosni Mubarak respondió hace tres años a una pregunta de esta corresponsal sobre el paro en su país era excesiva incluso para el procaz humor egipcio. Estaba claro que el rais había perdido el contacto con la realidad de su país. A punto de cumplir 30 años en el poder, los egipcios han decidido decírselo alto y claro en las calles de El Cairo, Alejandría, Suez y otras grandes ciudades.
En aquella entrevista, Mubarak habló de forma paternalista de sus conciudadanos (“éste es un pueblo acostumbrado a un partido fuerte”) e incluso se atrevió a afirmar que los derechos humanos “no son motivo de preocupación en Egipto”. El dirigente, al que muchos comentaristas han apodado el Faraón (a pesar de que los antiguos gobernantes egipcios tenían que probarse continuamente ante sus súbditos), se sentía confiado. Tanto como para hacer esperar a Mohamed el Baradei, entonces director del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), a quien había dado cita a continuación.
Mubarak, que nació en el delta del Nilo en 1928, procede de una familia de la pequeña burguesía rural y, como sus predecesores, llegó a la política a través del Ejército. Tras formarse como piloto militar en la antigua Unión Soviética, alcanzó honores de héroe por su actuación durante la última guerra árabe contra Israel, en octubre de 1973. Fue jefe de la Fuerza Aérea hasta 1975, cuando Anuar el Sadat le nombró su vicepresidente. El asesinato de aquel en octubre de 1981, por haber firmado la paz con Israel, le catapultó repentinamente a la presidencia. Nadie podía imaginar entonces que aquel oficial corpulento, sin apoyo popular o internacional, fuera a convertirse en uno de los dirigentes árabes que más tiempo duraría en el poder. Sin embargo, Mubarak abrazó la causa de la muerte de su predecesor para labrarse una reputación como estadista internacional (con la complicidad de EEUU) y devolver la influencia regional a su país.
A ello contribuyó sin duda una etapa de estabilidad política y desarrollo económico que tal vez distrajo a los egipcios de su progresivo monopolio del poder. De hecho, y a pesar de sucesivos plebiscitos en 1987,1993, 1999 y 2005, Mubarak ha ejercido como si fuera un gobernante militar. Aunque la Constitución egipcia establece en teoría instituciones democráticas, su control del Estado ha reducido los procesos electorales a una mera ratificación del gobernante Partido Nacional Democrático, en detrimento de una oposición cada vez más acomodaticia.
Clave para ese férreo control ha sido su empeño, casi obsesión, por mantener el país bajo la ley de emergencia. Con el pretexto de la lucha contra el terrorismo, esa norma le ha permitido suspender los derechos básicos reconocidos en la Constitución (entre ellos las libertades de prensa y asociación) y ampliar los poderes de los órganos de seguridad que se han convertido en el principal baluarte de su régimen. Pero si es cierto que consiguió contener el terrorismo islamista que durante los años noventa del siglo pasado llegó a poner al país contra las cuerdas, no lo es menos que el precio pagado puede haber hipotecado el futuro de toda una generación.
Con el poder en unas pocas manos, la liberalización económica que el país inició hace dos décadas sólo ha enriquecido a un puñado de fieles y agrandado las diferencias sociales. Sin cauces de expresión política, muchos egipcios se fueron inclinando hacia los Hermanos Musulmanes, un grupo opositor ilegalizado pero tolerado que con el tiempo se ha convertido en el reverso del régimen. La amenaza de su eventual avance ha servido a Mubarak para quitarse de encima la presión de EEUU y otros aliados occidentales cada vez que estos le pedían que abriera un poco la mano.
“Mezclar religión y política resulta peligroso”, repite en sus entrevistas, sabedor de que la respuesta suena bien al Occidente laico. Sin embargo, aunque se niegue a hablar de los Hermanos Musulmanes (“para no darles publicidad”), sus políticas les alimentan. El empobrecimiento del país es terreno abonado para los islamistas. Las protestas que en 2004 lanzó el movimiento por el cambio Kifaya (Basta) abrieron la esperanza de que era posible romper la alternativa Mubarak-Hermanos Musulmanes. Pero la atención internacional que consiguieron aquellos esforzados activistas apenas se tradujo en una pacata reforma de la Constitución para permitir que en 2005 el plebiscito presidencial tuviera aspecto de verdadera elección y en ilusorias promesas de millones de empleos y viviendas sociales.
Mubarak, que nunca ha nombrado un vicepresidente, se ha negado a desvelar si piensa presentarse a la reelección el próximo septiembre o si, como temen la mayoría de los egipcios, trata de colocar a su hijo Gamal en la jefatura del Estado. Hartos, los egipcios le están diciendo que no aceptan ninguna de las dos opciones. Nadie sabe cómo va a resolverse la pugna. Pero aquel El Baradei que hace tres años esperaba a que unos periodistas españoles acabaran la entrevista con su presidente, ha regresado a Egipto para liderar la transición./elespectador.com