Existe una estrecha vinculación entre la inflación y los salarios, ya que cuanto más intenso sea el aumento de los precios, mayores tendrán que ser los ajustes de las compensaciones laborales para evitar la caída de la capacidad de compra de los ingresos de los trabajadores. En otras palabras, cuanto mayor sea la inflación más altos deberán ser los aumentos del salario nominal, para evitar la reducción del salario real.
De allí que varias personas apoyen los ajustes a las remuneraciones decretadas por el gobierno en 2016, incluyendo la que entró en vigencia el 1° de noviembre pasado, aduciendo que estas protegen el poder adquisitivo de las familias y las inmunizan contra la alta inflación que se padece. Eso no es cierto, pues esos ajustes solo compensan temporalmente el encarecimiento de los bienes y servicios, pero a la larga el aumento de los precios termina siendo mayor que el de las remuneraciones. Eso se debe a que el incremento compulsivo de los salarios aumenta la mayoría de los costos de las empresas, no solo los laborales directos, pues sus proveedores también aumentan los precios de los insumos que proveen, y esos mayores costos se transfieren a los precios. Si esa transferencia no fuera posible debido al férreo control de los precios o al temor de que se desplomen los volúmenes de venta, se reducirían los márgenes de beneficio y en muchos casos se generarían pérdidas, y las empresas se verían forzadas a despedir trabajadores o a cerrar sus puertas. Esto es particularmente cierto en el caso de las pequeñas y medianas empresas, altas generadoras de empleo, lo que hace que aquellos aumentos compulsivos de salarios les generen pesadas cargas que, en algunos casos, pueden llevarlas a la quiebra. Adicionalmente, los ajustes salariales recurrentes, sean producto de aumentos decretados o de su indexación automática, no benefician a todos por igual, ya que aquellas personas que no cuentan con un empleo formal no se benefician de aquellos aumentos, pero sí padecen los agravamientos inflacionarios que se generan. En el caso específico del último aumento decretado por el gobierno, lo que se incrementó con más fuerza fue el bono de alimentación, el cual no se incluye en las remuneraciones tomadas en cuenta para el cálculo de las prestaciones sociales, vacaciones y otros beneficios laborales, y no aplica para los pensionados, quienes tan solo se beneficiarán del aumento del salario mínimo. Adicionalmente, los aumentos decretados le imponen una pesada carga al sector público, el cual tiene una severa limitación de recursos, por lo que los mayores gastos que esos aumentos le generarán muy probablemente serán financiados por el BCV, a través de una mayor creación de dinero sin respaldo, lo que agrava el problema inflacionario.
Por todo lo anterior, sostenemos que los recientes ajustes a las remuneraciones no protegerán a los trabajadores de la inflación, e incluso los afectará, ya que lo que producirán es quiebra de empresas, mayor desempleo y aumento más intenso de los precios. La solución no se alcanza por esa vía. Lo que hay que hacer es afrontar la inflación y abatirla, como lo hicieron varios países hermanos que, en décadas pasadas, sufrieron graves procesos inflacionarios, aún más dramáticos que los que hoy padece Venezuela. ¿Cómo lo hicieron? Dándole prioridad a ese objetivo, e implementando políticas públicas caracterizadas por la disciplina fiscal y monetaria, por la restitución de la autonomía de sus bancos centrales, por los estímulos a la inversión para aumentar la producción, la eficiencia y la productividad de las empresas, por el desmantelamiento de los controles de precios con el fin de permitir la actuación racional de las fuerzas del mercado, y por la implementación de políticas cambiarias dinámicas y racionales.
Con una baja inflación no hay necesidad de decretar aumentos compulsivos de salarios, que tanto daño y distorsión generan.