Organismos de «ayuda» internacional se burlan de los venezolanos refugiados en Colombia: Vienen, se toman la foto y se van


COLOMBIA.- Los engañaron. Tal vez pretendían quitárselos de en medio o de pronto se limitaron a repetir de buena voluntad lo que oyeron. Que en el refugio encontrarían cobijas, bebida caliente, baños, un techo y colchones para descansar en la noche helada antes de remontar el temido páramo de Berlín.

Pasean la mirada por lo que suponen es el refugio y observan decepcionados y tristes, agotados tras dos días de incesante caminata cargando el equipaje, que no hay sitio para ellos. La única pieza habilitada para migrantes en una modesta casona de campesinos solo alberga mujeres y niños, y afuera, entre la pared y la carretera nacional, yacen unos hombres a la intemperie, envueltos en cobijas sobre unas colchonetas viejas.

Los cinco amigos venezolanos no hallan dónde recostarse y no trajeron mantas ni suficiente ropa de abrigo. Minutos antes de su llegada, José Luis Muñoz, un voluntario, había repartido algunos suéteres usados y un par de bufandas entre otros migrantes ateridos de frío.

El pequeño grupo de varones que acaba de arribar a Posada La Esperanza no sabe qué hacer. “¿A cuánto queda el siguiente refugio?”, preguntan con un deje de angustia. “Demasiado lejos”, responde un labriego. “Y a medida que suban el páramo, la temperatura baja”. Piden un baño y les señalan el monte. La iglesia cristiana que organizó ese lugar a cambio de pagar un mínimo arriendo al dueño está construyendo uno con platas de Samaritan’s Purse, fundación evangélica norteamericana que ha mejorado otros dos centros de acogida, pero aún falta terminarlo.

Los voluntarios regresan a Pamplona con el alma encogida, intentando imaginar cómo harán los venezolanos para soportar la intemperie –un drama cotidiano de un sinnúmero de quienes huyen de la dictadura– al caminar de Cúcuta a Bucaramanga atravesando el páramo de Berlín. Aunque tocan puertas en todos lados, ni ellos ni el resto de personas que solo pretenden ayudar tienen capacidad para atender a tanta gente migrante.

No hay rastro de la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), de Acnur (Agencia de la ONU para los Refugiados), de la Gobernación de Norte de Santander, del Gobierno Nacional. Solo la Cruz Roja colombiana dispone de un puesto sobre la vía, a la salida de Pamplona, que abre de 8 a. m. a 5 p. m., y son muchos los que pasan cuando está cerrado porque pocos lo conocen. En ese punto, si quedan existencias, regalan una cobija y un kit de alimento y aseo. Pero son tantos que no alcanza.

“¿Dónde están los organismos internacionales y el Gobierno? Vienen de paseo varias veces a ver qué ocurre; llegan, alzan un niño, se toman la foto y se van. Con una sola visita se han podido dar cuenta, y ahora la OEA informa que hasta el 15 de noviembre estarán haciendo el trabajo”, protesta indignada Leonor Peña, tachirense que obtuvo el Premio Nacional de Gastronomía en Venezuela y ahora está exiliada en Pamplona dedicada en cuerpo y alma a socorrer a sus compatriotas. “Lo que necesitan es un baño, una ducha, un comedor, un techo para descansar y seguir. Todos lo que van a pie, atraviesan Pamplona y suben el páramo, quieren llegar rápido a su destino final. Y lo que hay no son refugios sino casas de gentes bondadosas que los albergan”.

Ante la ausencia de cooperación oficial, son los samaritanos de Pamplona y los labriegos de los pueblos de la ruta quienes alivian como mejor pueden algunas de las muchas carencias de los que huyen de la dictadura chavista con lo puesto. Personas como Marta Duque, Vanessa, Douglas, o el Centro Cristiano, proporcionan cobijo, ropa de segunda mano y comida cuando consiguen donaciones de particulares.

El ‘refugio’ de Douglas, un bonachón que se gana la vida arreglando zapatos, es una mísera bodega de tablones de madera llena de chécheres, con un altillo donde también duermen los migrantes. Ante la avalancha de venezolanos que a duras penas soportaban la lluvia y el frío nocturno de una región nortesantanderiana húmeda y de temperaturas bajas, optó por cubrir por las noches el estrecho andén que lo separa de la carretera nacional, con unos plásticos negros gruesos para cobijar a más hombres.

Ofreció lo poco que tiene porque su vecina, Marta Duque, pamplonesa pionera en ayudar caminantes, habilitó dos piezas de su casa y una cochera de la que sacó el carro para meter a decenas de mujeres y niños. No podía soportar el dolor que le causaba verlos pasar ante su ventana con ropas de tierra caliente, tiritando y empapados en invierno. Pero no contaba con sitio para los varones hasta que Douglas ofreció su espacio.

Con el pasar de los meses, lejos de mejorar, la situación ha empeorado. La alcaldía clausuró la cochera por presiones de un minúsculo grupo de vecinos del barrio Chichira. Acusaron a los migrantes de hacer sus necesidades en rincones del entorno y les molestaba que en ocasiones se aglomeraran en un puentecito sobre el río Pamplonita, que es paso obligado para dirigirse al centro. También alegaron que una crecida se puede llevar por delante el chamizo, pese a que ellos mismos deberían estar reubicados en otro terreno desde hace años por una sentencia judicial que decretó que el barrio entero es de alto riesgo. No contentos con ello, pretenden también prohibirle a Marta Duque ceder su hogar a los migrantes.

“La caridad la vuelven delito”, indica Marta Mogollón, que fue juez durante veintiséis años y está jubilada en Pamplona. “Dicen que Marta, líder social de siempre, incita al desorden público y produce la contaminación ambiental. Pero solo da una mano a personas desamparadas sin recibir un peso. Lo hace porque no ha llegado todavía ayuda oficial”.

Al igual que ocurre con otras almas caritativas, Marta Duque no solo debe defenderse del acoso, también pone su vida y su buen nombre en riesgo. Circulan falsedades de que recibe millones de ayudas internacionales por su labor y se queda con el dinero. Teme que cualquier día le suceda algo por ese motivo. Pese a todo, no piensa rendirse.

“A mí nadie me va a prohibir que yo vea un niño y a su mamá desamparados y no los deje en la calle. Mientras Dios me lo permita, los seguiré metiendo en mi casa. Nunca he podido ver una persona fregada y dejarla abandonada”, afirma Marta Duque. Hija de familia numerosa, tenía 12 años cuando sus padres la mandaron a Caracas a trabajar de empleada en una casa de familia. Aunque sufrió penalidades, siempre ha querido a sus hermanos venezolanos. “Al alcalde le dije que me parece increíble que prefieran que los hombres duerman a la orilla de la vía, por donde pasan tractomulas, expuestos a la lluvia, a que se metan en la caseta donde guardábamos el carro”.

Además de techo y poner uno de los baños de su hogar a disposición permanente de las migrantes y sus hijos, consigue que los comerciantes donen papas, cebolla, huesos para preparar sopas, así como café y panela porque necesitan combatir el frío y engañar el hambre.

En Pamplona calculan que son unos seiscientos venezolanos los que se quedaron a rebuscarse la vida en la villa señorial, y más de cien mil los que han pasado por sus calles. En el trayecto de vuelta hacia Cúcuta conté en una hora 218 emigrantes caminando por la carretera hacia el municipio santandereano de Pamplona.

“Todos los días voy con el corazón apachurrado viendo cien, doscientas personas. No hay presencia del Estado. Quien les están brindando una mano son los campesinos de la orilla de la carretera, pero no tienen mucho que darle porque son los más necesitados”, señala Richard Alexis Parada, personero de Santo Domingo de Silos. Casi todos los días hace el recorrido por La Laguna, otra localidad sobre la vía que une Pamplona con Bucaramanga. “Conozco una señora que regala veinte almuerzos diarios, pero le llegan treinta bocas y no tiene con qué darles. En Berlín les cerraron un refugio porque tenía un solo baño y dijeron que es insalubre. Hemos pedido ayudas al departamento, y nadie hace nada, la presencia institucional es cero. Lo de la Cruz Roja es insuficiente. El Estado tiene la obligación internacional de ayudarlos”.

La ausencia de ayuda estatal no solo se refleja en la falta de albergues. También en la atención médica. El Hospital San Juan de Dios de Pamplona atendió entre enero y septiembre del año pasado a 643 venezolanos, y en el mismo periodo de este 2018 se ha triplicado esa cifra: van 1.960 pacientes. Igual subida que los venezolanos que vinieron al mundo: en 2017 nacieron 16 bebés y en los primeros nueve meses del 2018 son 54 las criaturas.

Pero nadie parece querer asumir los costos. El citado centro médico, de segundo nivel, lleva gastados 460 millones en los migrantes. Solo ha logrado cobrar cuarenta y son casi nulas las esperanzas de recuperar el resto. Inmersos en un riguroso programa de saneamiento financiero, impuesto tras estar al borde del colapso, debieron limitar las atenciones de los venezolanos a urgencias y lo que derive de ello. Y remitirlos a Cúcuta, a hora y media de distancia por carretera, no es opción. El Hospital Erasmo Meoz arrastra deudas de unos 26.000 millones de los pacientes venezolanos, sin que el Gobierno Nacional defina quién los va a pagar.

“La solución no está en los entes territoriales, es de la política del Gobierno Nacional, de la ONU y otras organizaciones. Traspasó las barreras del ámbito local”, se defiende el alcalde de Pamplona, Reinaldo Silva, que pese a cerrar el chamizo de Marta, no ha destinado ningún fondo para refugios ni alimentación. Ocupa el cargo en sustitución del titular, que tiene casa por cárcel por presuntamente robar dineros de víctimas. En su alcaldía trabaja un funcionario de Acnur dedicado solo a registrar migrantes. “En julio hubo una reunión con Migración Colombia, el viceministro de Interior, la Cancillería y otros políticos del orden nacional”, agrega. Nada surgió de aquel encuentro. Más análisis para el recuerdo.

SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Especial para EL TIEMPO
En Twitter: @saludhernandezm

FUENTE.LAPATILLA


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