Hace tres o cuatro años, muchos negocios de Pacaraima cerraron sus puertas. Ahora, el fenómeno de la escasez de alimentos en Venezuela ha estimulado la economía fronteriza con Brasil, gracias la peregrinación de guayaneses a ese confín para abastecer sus despensas de víveres.
Son pocos los promontorios que quedan en el local. “En la mañana habían dos mil pacas de harina, dos mil de mantequilla, dos mil de arroz, tres mil litros de aceite”, cuenta Heitor Dos Santos, un joven brasilero, dueño de uno de los 50 comercios que hay en Pacaraima, justo al cruzar la costura invisible que une a Venezuela y Brasil. Como todos los días, los venezolanos se llevaron casi toda la mercancía.
Pero no siempre fue así. Hace dos o tres años, cuenta, varios comercios de la zona cerraron sus puertas. Los locales de comida, souvenirs y casas de cambio fueron los únicos capaces de sobrevivir el embate de las bajas ventas, tan dependientes de las temporadas vacacionales. “Ése local que está al lado tenía ocho años cerrado y volvieron a abrir hoy. Lo que nos salvó fue que la situación con la comida en Venezuela se puso complicada”, dice. La evidencia del milagro se muestra en los contenedores amarillos llenos de dinero que las cajeras acumulan a sus espaldas.
Cientos de venezolanos, en su mayoría provenientes de ciudades al sureste del país, recorren casi 600 kilómetros para abastecerse de productos en “la línea”. Los autobuses parten de ciudades como Puerto Ordaz, y de allí emprenden el viaje nocturno de casi doce horas, deteniéndose a cargar pasajeros en las localidades de San Félix, Upata, Guasipati, El Callao, Tumeremo, Las Claritas y el Kilómetro 88.
“Esto en la mañana está hasta allá”, afirma Heitor en perfecto portuñol mientras dibuja una línea imaginaria desde el inicio de la caja hasta el fondo de su local, ubicado en toda una esquina de la calle Suapi, a dos cuadras de la aduana principal: Shop Meu Garoto.com. Ahora son casi las 5:00 de la tarde y el recinto está vacío, a diferencia de los autobuses que a esa hora empiezan a cargar los pasajeros con sus bultos de vuelta a sus ciudades de origen.
Víctimas o verdugos
Los choferes, además del pasaje, cobran por cada bulto adicional. “Ahora están abusando y quieren pedir hasta 5.000 bolívares por saco”, dice Francisco García, uno de los pocos compradores que quedan a esa hora en el local de Heitor. Él viaja en su propio carro con dos familiares y cada uno se lleva un bulto de arroz, uno de mantequilla y otro de pasta.
Los precios, aunque elevados en comparación al precio oficial de los productos regulados en Venezuela, son más económicos de lo que se pagan en el pueblo donde viven. “Allá todo lo que se consigue, si es que se consigue, es de bachaqueo”, agrega Francisco.
El ‘bachaqueo’ es el nombre con el que se denomina en Venezuela al contrabando de alimentos. Los vendedores obtienen el producto a precios regulados, a través de mafias, y los expenden a precios que pueden alcanzar hasta 2000% de ganancia. La crisis económica, acentuada por la caída de los precios del petróleo, ha agravado el fenómeno casi a la par de la escasez.
Esa dinámica ha escindido la cotidianidad a dos opciones: hacer largas colas para obtener algunos productos a precios regulados o pagar ingentes cantidades de dinero por los rubros de la cesta básica para no perder tiempo en las filas. El gobierno ha tratado de paliar esa situación con iniciativas de organización popular para garantizar, al menos una vez al mes, el acceso a los principales productos de la dieta venezolana mientras sortea las dificultades económicas azuzadas por la oposición política y los empresarios, que han apoyado un boicot silencioso con el propósito de presionar la salida del Presidente Nicolás Maduro.
Ante la situación, algunos prefieren llegar hasta el último confín del estado más extenso del país para no ser víctimas de los bachaqueros o, por el contrario, convertirse en verdugos y abastecerse de víveres para revender a precios especulativos. De todo hay en la viña del contrabando.
Peluquerías-abasto
Los comercios de “la línea” no ocupan más de cuatro cuadras y se pueden recorrer en pocos minutos. La oferta abarca agencias de lotería, abastos, farmacias, tiendas de ropa, caucheras, mayoristas de alimentos, agencias bancarias, casas de cambio. Sin embargo, casi todas tienen un denominador común: también ofrecen productos de la cesta básica.
Los maniquíes, pese a sus generosas protuberancias de fibra de vidrio, no tienen tanto protagonismo en los locales de venta de ropa como las cajas de aceite, de harina de maíz o de mantequilla. Ni siquiera los zapatos o los souvenirs con la bandera de Brasil son capaces de eclipsar la convocatoria de los víveres arrumados junto a camisetas, sostenes y pantalones stretch.
La Galería Linhares, por ejemplo, es una peluquería que ofrece su popular tratamiento de keratina brasilera y servicio de manicure, pero los venezolanos que se acercan sólo preguntan por el costo de las pacas de pasta de diez kilos, que se venden en 15.000 bolívares; o las de arroz, de 30 kilos, en Bs. 32.000. El salario mínimo integral en Venezuela, que incluye el bono dealimentación, es de Bs. 33.636.
El precio de la comida en la frontera varía según se cotice la moneda nacional frente al real, que ha oscilado en las últimas semanas entre 300 a 450 bolívares. La mayoría de los comercios aceptan tarjetas de crédito y débito pero cobran 7% adicional a cada factura, lo que hace más rentable realizar las compras en efectivo, morrales de efectivo. Los únicos billetes permitidos son lo de más alta denominación.
Escasez cero
La ilusión de recorrer anaqueles repletos de mercancía motiva a muchas familias a hacer el viaje. La peregrinación implica atravesar seis municipios del estado más extenso del país y el tercero con menos densidad de población: Caroní, Piar, Roscio, El Callao, Sifontes y Gran Sabana. Casi todo el camino es verde y más verde, apenas interrumpido por pueblos de vocación minera o asentamientos indígenas.
Antes de llegar a esa localidad, debe atravesarse el Parque Nacional Canaima por una carreterade dos canales, la Troncal 10, que en largos tramos está llena de baches y árboles caídos de la espesa selva húmeda.
Los habitantes de las poblaciones mineras que están más hacia el sur son las que se trasladan con mayor frecuencia a La Línea.
“La gente de Las Claritas viene para acá y compra pacas y pacas para revenderle a los mineros”, continúa Heitor, “la semana pasada estábamos vendiendo el saco de azúcar en 27.000 bolívares y ellos lo pusieron allá en 60.000 bolívares. Hoy vinieron por más”.
Las Claritas es uno de esos asentamientos y está a cuatro horas de Pacaraima por carretera. Es un pueblo de escasas calles de tierra amarilla, atestado de locales de compra y venta de oro y diamante, y colonizado por enjambres de motos que ofrecen su servicio exprés a las minas.
Pero lo que más abunda en ese lugar son los automercados. Los más grandes están regentados por dependientes asiáticos y tienen los anaqueles a tope de productos venezolanos y brasileros que se expenden, literalmente, a precio de oro. Los comerciantes pequeños están igual de bien abastecidos y los vendedores ambulantes no se quedan atrás: ponen sus mesas de plástico en plena calle exhibiendo los rubros que escasean en el resto del país: desde alimentos hasta medicinas.
“Ahora están viniendo hasta los sifrinitos de Puertos Ordaz”, dice Yusmania Betancourt, habitante de la localidad y encargada de un negocio de compra y venta de oro. Al hablar de los “sifrinitos” se refiere a los jóvenes pudientes de Ciudad Guayana, la urbe más poblada del Estado y corazón comercial del estado Bolívar, quienes -según ella- no sólo van a hacer mercado sino a incorporarse al negocio de la minería en los fecundos yacimientos de la zona, abundantes en minerales y paludismo.
Le pregunto a un joven, con su batea a cuestas y las botas entintadas de barro, si le escandalizan los precios en Las Claritas y dice que no. “En la mina no hay nada caro. Una grama de oro paga cualquier cosa”. En los pueblos del sur hay un país distinto, una Venezuela de pocos, donde la escasez es un mito pero El Dorado no.
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