Diario Las Américas – 25 de diciembre de 2016 – 15:12 – Por IVÁN GARCÍA
LA HABANA. El viejo montacargas ronronea mientras carga un pallet de madera con sacos de glicerina y sosa cáutica hasta un almacén con techo a dos aguas. Desde la azotea de una ciudadela destrozada, donde los cables eléctricos cuelgan sobre tenderas improvisadas y las aguas albañales se esparcen por el pasillo central, Hiram observa el panorama.
En las casas adyacentes a la fábrica de jabones, la mayoría de sus moradores viven del contrabando de detergente o materias primas. Curiosamente las fachadas de varias viviendas tienen el mismo color de pintura que el edificio administrativo de la fábrica.
Cuando la factoría echa andar, se activa un mecanismo de ilegalidades y complicidad. “Mercadear” con productos de aseo es el modo de vida de un segmento importante de residentes de una barriada pobre y mayoritariamente negra de El Cerro, municipio habanero donde las instituciones del Estado casi siempre están ausentes o nadie espera por ellas.
“Desde niño vivo de lo que se cae del camión. Bueno de lo que se cae no, de lo que nosotros robábamos. En el barrio nos llamaban los ninjas, porque un grupo de fiñes, azuzados por los adultos, nos enganchábamos a los camiones cuando salían de la fábrica y en movimiento íbamos tirando sacos de jabones y detergentes para la calle. De siempre he mantenido a mi familia con el negocio del jabón”, cuenta Hiram y se apoltrona en una amplia butaca.
En las zonas de La Habana aledañas a mataderos de reses, refinerías de alcohol, almacenes de alimentos o fábricas de cualquier cosa, se suelen montar negocios paralelos y clandestinos que funcionan con la precisión de un reloj suizo.
“Cuando la fábrica está parada el barrio y el bolsillo de la gente se lo siente. Pero cuando comienza a producir se nota. Con el dinero que se gana en el mercado negro, las familias arreglan sus casas, compran comida y ropa o, como ahora, pueden celebrar las navidades y el fin de año”, apunta Hiram.
Gisela ha montado una mini industria en el patio de su casa, dedicada a rellenar bolsas de 500 gramos de detergente que luego vende a precios más baratos que el ofertado en las tiendas estatales por divisas.
Para celebrar estos días navideños, compró una banda de cerdo, varias cajas de cerveza y media docena de botellas de ron añejo. Desde temprano, sus hijos y el marido en un horno de carbón, cocinan a fuego lento la carne de puerco, que un día antes sazonó con suficiente aliño.
Confiesa que es una mujer feliz. “Esto no tiene precio. Toda la familia unida, comiendo, fiesteando. Aunque siempre falta alguien. Una hija y cuatro sobrinos se han marchado. Yo puedo escapar (resolver) con el negocio del detergente. Pero los que no tienen cómo buscarse la vida, optan por irse. Es que Cuba se ha vuelto un infierno”, se lamenta Gisela.
Créanme, no son pocas las familias habaneras que celebran Navidad, fin de año y Día de Reyes, gracias al dinero que obtienen por la izquierda violando las leyes y a riesgo de ir a la cárcel.
Hiram y Gisela venden jabones y detergente. Patricia, sentada en el patio en un banco de madera sin espaldar, revende champú, desodorantes y perfumes comprados a precios de saldo en un pulguero de Miami. Luis, su marido, en una habitación de la casa ha montado una tienda de electrónicos. Vende desde iPhone 7 a televisores de pantalla plana 4K.
Sus negocios les permiten comer y vestir bien, ellos y sus dos hijos. También celebrar cumpleaños, cenar en paladares y cuando llega diciembre, tirar la casa por la ventana. Con las ganancias pueden hacer turismo dentro de su propio país y ya han podido comprar un auto estadounidense con carrocería de la Segunda Guerra Mundial y motores modernos.
Hiram, Gisela, Patricia y Luis son algunos de los muchos emprendedores silenciosos e ilegales que pululan por todo el país y mantienen activa la otra economía cubana. La sumergida, probablemente la única que funciona en Cuba.