En el interior de la escuela elemental Francisco Kino de la Ciudad de México, que sirve de albergue para personas que perdieron su casa en el letal sismo de la semana pasada, ha surgido una ciudad en miniatura.
La frustración para los afectados va en aumento en el interior del gimnasio, donde las familias acampan en colchones junto a pilas con sus nuevas pertenencias, producto de donaciones. Los días sin poder acceder fácilmente a una ducha o tomar decisiones sencillas como cuándo apagar la luz para irse a dormir son un agravante.
Quieren saber cuánto tiempo estarán varados ahí.
“Esto es como en un cuento de horror”, dice una de las inquilinas, Ana María Castañeda, de 49 años y que está allí con cinco familiares.
Las más de 12.000 personas cuyas viviendas quedaron destruidas o dañadas por el terremoto de magnitud 7,1 han pasado la menos una noche en un albergue desde el desastre, según el gobierno mexicano.
Las autoridades prometieron el martes dar a las familias que tuvieron que abandonar sus casas una renta mensual de 3.000 pesos (unos 170 dólares) durante tres meses para encontrar un sitio para vivir. Pero el alquiler medio de un departamento de una habitación en las afueras del centro de la capital mexicana puede ser fácilmente el doble de esa cifra.
«Apoyaremos directamente a las familias con recursos y materiales para reparar los daños parciales o para la construcción de una nueva vivienda», dijo el presidente del país, Enrique Peña Nieto, en un discurso televisado el martes en la noche.
En total, los 43 albergues habilitados por toda la ciudad atendieron a 24.000 personas desde el sismo del 19 de septiembre, aunque muchos acudieron solo para recibir un plato de comida antes de encontrar alojamiento con familiares o amigos.
Y no está claro cuánto tiempo más seguirán operando. Los voluntarios y empleados gubernamentales en la escuela Francisco Kino _ que está gestionado en su mayoría por residentes del vecindario _ señalan que seguirá abierto en un futuro próximo.
“Por el tiempo que se requiera”, señaló Elizabeth García, una funcionaria que inspeccionaba el lugar el martes.
Las pilas de botellas de agua y suministros médicos donados, además del creciente nivel de servicios organizados, dan la impresión de que los residentes están empezando a asentarse. Filas de cepillos y pastas dentales descansan en los lavabos en el exterior de un baño para niños. Una sala en la que solían guardarse los materiales de la escuela se ha transformado en almacén de medicamentos. En una caja de cartón hay montones de antibióticos, mientras que sobre una mesa hay vasos de poliestireno con inyectables como antiinflamatorios, que están etiquetados con rotulador negro.
Uno de los médicos, Misael Domínguez, dice que tienen «prácticamente el material que requerimos».
“Aquí se han visto atenciones sobre todo por descontroles de hipertensión y la glucosa por el mismo estrés en que esta la gente”, explicó.
Muchos de los alojados en la escuela desconfiaban de que el gobierno vaya a hacer bien las cosas. Aunque funcionarios gubernamentales acuden ocasionalmente, la mayor parte de las autoridades no se han hecho ver, señalaron. Algunos dicen que se quedarán en el centro hasta que reciban un lugar donde se puedan instalar.
«La última palabra la tiene el gobierno y no se sabe nada del gobierno aquí», apuntó Angelina Usuna, de 81 años.
El momento más difícil de la jornada llega con la noche. Unos pocos afortunados tienen colchones donados, pero la mayoría duerme en incómodas colchonetas de espuma. En el mejor de los casos, duermen apenas unas horas. Conscientes de estar compartiendo un espacio común, nadie se siente con autoridad para decir a los demás que se callen o apaguen la luz.
De hecho, es imposible que el gimnasio quede completamente a oscuras. Como parte del protocolo de seguridad del albergue, debe haber una luz encendida por si sucede otro sismo.