El hambre en Venezuela y la desesperación de los padres para alimentar a sus familias ha pisado el límite de una sociedad que paralizó su desarrollo. En una crónica realizada por El Nacional se describe la forma en que algunos venezolanos sobreviven tomando los alimentos desechados en el mercado de Quinta Crespo.
Adriana Henao, tiene 39 años de edad, usa un vestido estampado, maquillaje sencillo y el cabello recogido. Su marido, José Luis Andrade, es diseñador gráfico y gana 32.000 bolívares mensuales. Tienen una hija de 11 años de edad que dibuja caricaturas japonesas y un niño de 9 con habilidades matemáticas. Es una familia típica, pero con una particularidad: completan su plato de comida con restos que recogen del suelo del mercado.
Hacer colas para comprar a precios regulados desde hace meses dejó de ser una opción para Adriana. Los dolores de cabeza eran insoportables, sufría de cistitis, se mareaba y las constantes peleas que se formaban la aterrorizaban. Desde que empezó a darse cuenta de que el dinero no les alcanzaba ni para comer, buscó alternativas sin importar que la juzgaran.
Su vecina Esther era experta en recolectar alimentos desechados. Fue su mentora y le enseñó cuáles eran los rincones codiciados y las horas propicias. La primera recomendación que le dio fue ir mal vestida para tener un aspecto de indigente y así la gente no se sorprendería al verla, pero Adriana se negó a hacerlo. Reconoce con dignidad su situación. La segunda recomendación importante fue evitar los restos que estén acompañados por bolsas con líquido amarillento porque probablemente sería orina.
“A la 1:00 pm es buena hora para ir a recoger. Hay que dar muchas vueltas y olvidarse de la pena. Tener una mirada de águila y manos entrenadas para ser más ágil que los demás. Ser paciente y esperar hasta las 3:00 pm cuando la pescadería tira un balde con cabezas y restos de filetes al piso. Las mujeres nos amontonamos para ganar terreno porque muchos de los hombres que recolectan no nos respetan”, expresa Adriana.
Ella y su vecina Esther se reparten lo que consiguen para balancear sus platos y aseguran que prácticamente se han vuelto inmunes a las infecciones. En casa lavan los alimentos con vinagre y los mantienen en la nevera envueltos con papel periódico. Hasta ahora nadie de su familia se ha enfermado por comer los desperdicios de otros.
El hambre no excluye. Entrar al mercado de Quinta Crespo produce una sensación de alivio insólita. Afuera quedan los susurros de bachaqueros que venden harina pan, pasta o papel higiénico. Niñas pequeñas recrean su cotidianidad en un juego inocente y que materializa la inflación en cada grito: “Huevos a 100. Huevos a 500. Aproveche que no hay”. Policías les piden a los vendedores informales un vaso de jugo de parchita.
Cada día aumenta el número de los recolectores. Gente de familia, amas de casa con sus hijos, señoras que viven de su pensión. Las edades y el sexo no son restricción. “Al día pueden pasar a revisar esta bolsa de basura por lo menos 30 personas. No son indigentes, son personas con necesidad, bien vestidos y limpios”, comenta un comerciante que tiene más de 20 años con su puesto de verduras.
La práctica empezó a multiplicarse desde hace dos años, cuando una inflación de 68,5% atacó el bolsillo de los venezolanos y se comenzó a evidenciar aún más el hambre en las calles. El año pasado el problema empeoró luego de que el incremento de precios alcanzó 180,9%, de acuerdo con cifras del BCV. Ahora hasta se organizan grupos y rutas para hurgar contenedores de basura.
En la última encuesta de Venebarómetro, publicada en mayo, 86% de los interrogados dijo que ahora compra menos comida que antes y 44% aseguró que en su casa se alimentan menos de tres veces al día.
El Cooperante.