No hay ni una sola actuación del gobierno que no sea para ganar tiempo. Para hacerse de un tiempo que Venezuela ya no tiene, que el país no puede seguir perdiendo. En su inmenso accionar irresponsable, en su obstinada persistencia por tratar de permanecer en el poder a cualquier precio, incluso contraviniendo aquello de lo que se ufanaba en el pasado, el gobierno está lanzando nuestro futuro por la ventana, a cambio de su caótico presente.
No les importan los muertos de la crisis, sea por medicinas, tratamientos inconclusos o por falta de comida. Se muestran indolentes e insensibles frente a la represión y la muerte producto de quien no escucha al pueblo bravo. Como un enfermo adicto al alcohol o las drogas, transa operaciones de deuda en las peores condiciones y lanza así al país a compromisos sin reparar si tendremos cómo o con qué pagar.
Contratan mediadores, acarician sotanas, patean todos los escenarios que no les son incondicionales, se rasgan las vestiduras, se envuelven en el pabellón nacional. Todo con una sola y única intención, la de quedarse en el poder lo posible o, al menos, lo necesario para elevar el peligro que nos asecha, al punto de utilizarlo como condicionante y moneda de cambio canjeable por su salida, tratando con ello de lograr seguridades que los guarde de su incompetencia, los libre de sus graves responsabilidades y, puede que incluso, les permita sobrevivir políticamente.
Pero no importa lo que hagan. No es posible que logren el objetivo de la eternidad. Ni en el mundo al que pertenecen, ese antiguo donde prevalecen los parámetros de la Guerra Fría, donde planifican sus escenarios y prefiguran la realidad de pobreza, aislamiento y autarquía para Venezuela, ni siquiera en ese existe la menor posibilidad de atornillamiento.
El país encendió sus alarmas. Todos los días se multiplican las reacciones en contra, las tomas de distancia o, en el peor de los casos, un silencio de resistencia y desaprobación allí donde (por ahora) no es posible hablar. En los espacios que antes controlaban, en las “catedrales” del apoyo gubernamental, los frisos de las paredes dejan ver sus grietas, cuando no son las bases que ya no puedan seguir soportando el peso de la trampa, de la justificación imposible o del descaro y el cinismo.
A la cara visible de la protesta, bajo las marchas y plantones que el gobierno piensa disolver con gases, palos y metras, está el motor de un cambio que se alimenta de la crisis, del hambre y de la certeza y la convicción de que todo esto tiene un solo culpable y, por lo tanto, un solo remedio.
Sépanlo, la protesta ya no es negociable. La razón es simple, no le pertenece a nadie, todos somos sus dueños. Cuando eso ocurre, no importa la trampa o el truco que se invente, la realidad será inmune a las triquiñuelas del pasado, porque se llegó al límite, nos condujeron al final. Asistimos al término del tiempo del gobierno, y ello ocurre porque el país se cansó de perderlo.
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