Cuando los venezolanos en el exterior expresamos nuestra nostalgia por los tequeños, nos miran con extrañeza. Cierto, son sabrosos, pero tampoco son gran cosa, vistos desde afuera. Una masa de harina de trigo envuelve un trozo de queso anodino y se come como una empanadita frita, de cerca de 1,5 cm de diámetro y 5 o 6 cm de largo. Una nadería. Cualquier gourmet preferiría comer, como entrada, camarones al ajillo o dedos de mozzarella empanizada.
Lo que no saben los extranjeros es que los venezolanos nos hemos criado bajo el signo de una perpetua insaciabilidad de tequeños, que explica nuestra devoción.
Un venezolano promedio necesita comer al menos diez tequeños para sentirse medianamente satisfecho con la porción que le ha tocado, pero en general no accede a más de dos o tres. Esa es una de las más tristes realidades de nuestra Patria. Qué Chávez ni qué nada. El problema es que nunca hay suficientes tequeños. Todo lo que nos sucede puede ser visto como consecuencia de esa permanente carestía.
Los ingredientes son baratos (agua, harina, queso), pero como son trabajosos de preparar, su relación costo-beneficio termina siendo muy desventajosa. Hay que aplastar la masa muy finamente con un rodillo, luego cortarla en tiras de 1 cm de ancho y, con ellas, enrollar cada bastoncito de queso. Luego van al sartén. La mitad se arruinan porque se les sale todo el queso. Pocos sobreviven. Son como espermatozoides.
Raramente se preparan en casa porque requieren demasiado tiempo. Me puedo considerar afortunada: cuando era pequeña, la señora que trabajaba con nosotros, una trinitaria que se llamaba June, los hacía con cierta frecuencia porque le encantaban. Pasaba toda la tarde amasando y enrollando tequeños. Yo la ayudaba, aunque tal vez más bien la estorbaba. Después de tres o cuatro horas de trabajo, a cada uno en la familia le tocaban cinco tequeños más o menos. Como ven, son el alimento menos rentable del planeta. En la misma cantidad de tiempo se habría podido preparar un banquete para diez personas.
Por supuesto hay opciones, pero muy insatisfactorias. Por ejemplo, las panaderías venden tequeños gigantes, del tamaño de un hot-dog, cuya grosería no tiene nombre. Algunos restaurantes los ofrecen, aunque son caros y siempre hay que compartirlos con los demás comensales, que sufren de la misma atávica apetencia. (Lamentablemente, todo el mundo decide romper su dieta cuando ve un tequeño). Una tercera opción es comprar los tequeños congelados que vienen en bandejitas de supermercado. Como se podrán imaginar, son la mitad de ricos, caros hasta el absurdo e igual de escasos.
Así que a los venezolanos nos quedan las fiestas. Sobre todo los casamientos, donde el arribo de los tequeños es uno de los momentos más climáticos. A los extranjeros les encantará saber que los tequeños siempre salen solos, como la gran estrella de la noche. Jamás junto a otras bandejas de otras bárbaras prácticas alimenticias, como huevos de codorniz o tartaletas de queso azul. Y, por lo general, llegan al final de la tanda de bocadillos, para que los invitados no estén muy hambrientos cuando los bollitos de queso hagan su aparición triunfal.
Algunos habrán evadido comer otros pasapalos en espera de los tequeños. Otros se ocuparon de ir haciendo buenos contactos en la cocina o de flirtear previamente con los mesoneros, para garantizarse un trato favorable cuando comience la distribución del grasiento manjar. Digo “previamente” porque el flirteo tiene que anticipar el advenimiento de los tequeños: si se realiza cuando los mesoneros tienen la bandeja en la mano, ya no gozaremos privilegios. Ellos conocen su momentáneo poder. Y lo usan, en particular para cortejar chicas. Porque una persona con una bandeja llena de tequeños es la más popular en cualquier contexto.
En general los anfitriones les dan instrucciones a los camareros para que agasajen con tequeños a determinadas mesas, donde hay gente importante, y no los desperdicien entre los jóvenes y los perdedores. Esta inequidad sólo alimenta las injusticias sociales y atiza enemistades dentro del ánimo festivo. Sabiendo eso, apenas sale un mesonero con una bandeja de tequeños se arma la de San Quintín, porque todo el mundo intenta interceptarlo antes de que llegue a su objetivo: la Mesa de Los Señores. Se escucha entonces gritar “¡Los tequeños! ¡Salieron los tequeños!” y toda clase de corrupciones y favoritismos saltan a la luz. No es momento para ser buena persona. Hay que actuar. Las chicas con mayor escote consiguen más tequeños que las discretas. Las señoras desvergonzadas son capaces de llevarse diez de un manotazo y distribuirlos en su mesa con sus perezosos familiares. Y los Señores, que le regalaron al novio los cheques más abultados, no tienen que hacer ningún esfuerzo para conseguir su mal habida porción. Y así.
Con esa lípida insatisfacción crecimos los venezolanos. Sin disfrutar jamás de suficientes tequeños. Tenemos petróleo, gas, aluminio, oro y diamantes. Tenemos hermosos paisajes. Tenemos alegría, mujeres hermosas, todo ese rollo. Hasta tenemos un país periodísticamente “interesante”. Pero nos falta algo sustancial: nunca hemos comido hasta el hartazgo uno de nuestros principales platos típicos. Como si los gringos jamás hubieran podido saborear más que un mordisco aislado de una que otra hamburguesa, o como si los argentinos tuvieran que conformarse con un bocado de churrasco cada vez que van a una parrillada. Y esa ausencia modela nuestra idiosincrasia: somos ávidos, inmediatistas, hedonistas, oportunistas y corruptos. Todo por culpa de los tequeños, que han definido nuestro carácter desde siempre.
Publicado en ProDavinci
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