Desde nuestra primera infancia, en casa, escuela y ambiente social, prevalecía la idea de valorar los ejemplos personales de otros, padres complementarios o sustitutos si se quiere, como guías e inspiración de vida, modelos de horizonte, más allá de familia, si la había, de orgullo y rectitud.
Empuñaban las armas en primera fila de ese ejército, los estáticos héroes militares de la patria, secundados en número, postura y rimbombancia, por civiles fieles y sumisos, no siempre ciudadanos, unos más que otros la verdad sea dicha.
Vidas ejemplares se llamaba el resumido pero extenso menú adicional de santos y mártires que en modo de revista de historietas se vendían o nos regalaban en nuestras gratas horas en escuelas cristianas y demás, con el fin tal vez de despertar en nosotros, a veces con éxito, vocaciones religiosas.
Los deportistas eran asimismo míticos ídolos llevados al papel, coleccionables en álbum de barajitas prestas para el mercadeo en horas del recreo escolar de nuestras añoranzas; «la tengo, no la tengo».
La geografía nacional, en sublime distancia, ocupaba un lugar fantástico y romántico, muy destacado en esa lista incansable de portentos donde imaginábamos millones de aventuras, palabra mágica y definitoria. El Orinoco, el pico El Águila, los llanos, el Salto Ángel, los médanos de Coro, el mar Caribe, en fin, si imagínate que hasta Julio Verne tituló a una de sus extraordinarias novelas, utilizando el nombre del río Padre de la tierra Madre, El soberbio Orinoco.
En retablo de maravillas y para darle solidez en su momento a todo este asombro, apareció el petróleo y sus dorados repetidos, lo que completó por fin el tercer aluvión que le faltaba, mentalidad minera, a la bandera tricolor de nuestro imaginario de identidad: héroes, geografía y petróleo. Qué mayor alma llanera, qué mejor pabellón de sabores, afinado camburpintón de olores y sensibilidades.
Además, toda una ensoñación de factores que reunidos trenzaron la narrativa que hemos ido construyendo sobre nosotros mismos y que posiblemente nos perseguirá en el futuro. Es decir, memoria de lo no vivido, el país que fuimos, el nuevo Dorado de las generaciones por venir, hechura pasajera con la que sembramos y regamos por doquier de ilusión y de esperanza a propios y extranjeros, jamás extraños, desde aquello que fue nuestra épica democrática.
El mundo político de esos tiempos siempre variable, cuándo no, más dado a la vulnerabilidad que a la consistencia, se sintió seguro en ese espejismo de bonanza, “consenso de élites” le agregaron, luna de miel mentida y autoproclamada para la eternidad.
Por su parte la economía trastabillaba en su dependencia a factores externos y fundamentaba la más de las veces en las buenas decisiones de cabezas brillantes o golpes de suerte pero constreñida a la vulnerabilidad de ingredientes internos que sumados a la plaga de la “corrupción con sentido social”, es decir, populismo, destruía, destruye, al país internamente.
Lo social, el pueblo, esa mitología demagógica, era construida, inventada, controlada, comprada y subsidiada, desde ese pensamiento de plastilina que reduce el contenido a sus contornos formales: los partidos políticos, en su doble condición de aborrecibles pero indispensables.
Después, pero no de un solo portazo como quien se marcha disgustado de un lugar, paulatinamente, se dejó comprender el fantasma de la debacle con su lista inexorable de culpas y culpables. Aparecieron nuevos héroes, hijos falsificados de los originales, supuestos herederos, completaron el guión, no hay lo uno sin lo otro, dando rienda suelta a sus obsesiones de taquilla, todos resentidos y catapultados en miserias internas a los que se sumaron notables suplementarios y otras alimañas y migrañas agazapadas, amontonadas a lo largo del tiempo.
Lo que queda ahora es nada. Peor. Selva que nos traga. Pandemia inverosímil en un país que nunca imaginó, ni en sus peores novelas, tanta barbarie. Geografía con gente en busca de mendrugos, señales de humo, sentido y pertenencia.
Pero no es bueno al final dejar ese amargor de realidad en quien te escucha, pues nada yace escrito para siempre. Y no es cuento, si no miremos el espejo de la historia que tampoco es que sea ella merecedora de henchida confianza.
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