Laureano Márquez / TalCual
Diecisiete una edad límite: ya no eres un niño, pero tampoco eres mayor de edad. Es como la edad de la espera, la antesala de los anhelados 18 que parecen abrir todas las puertas de la libertad. Un ciclo de tu existencia termina, otro comienza, el de la dirección definitiva de la vida: te estás graduando de bachiller, de modo que profesión, ciudadanía, autodeterminación, están en tus expectativas de futuro. Eres un proyecto en el que tus padres depositaron todos sus ahorros de amor, entrega y esperanza, que ahora, justo ahora, comienza a producir dividendos extraordinarios.
Diecisiete años pueden ser muchos, si se tienen, o muy pocos cuando se ven desde la madurez. Los que alcanzan la ancianidad los ven solo como un vago y lejano recuerdo de remota ternura. Pero cuando se tienen 17 años y el alma en plena efervescencia, con todo tu ser expresándose, con la conciencia limpia de la juventud atesorando sueños, uno puede creerse señor del mundo, incluso puede pensar que ha vivido bastante. Cuando se tienen 17 todo importa, la vida se toma con una gravedad que nos asusta a veces a los que dejamos hace tiempo esa edad. Nuestros hijos son mucho más serios que nosotros, mucho más sabios de lo que fuimos a su edad y hasta más bellos, como si la belleza también avanzara como la tecnología. Eso nos hace sentir orgullosos: los admiramos. Como todo se está estrenando, la conciencia, la propia responsabilidad, la coherencia entre el pensar y el ser, la sexualidad; todo tiene en esa edad la importancia justa que merece. Un rompimiento afectivo puede arruinar la vida de un joven, si no llega a entender que no es el fin del mundo, que seguramente vendrán otros, que el alma se va fortaleciendo con los dolores y el tránsito hacia la vejez no es otra cosa que acostumbrarse a sobrellevar las durezas de la vida con dignidad, aprendiendo de cada enseñanza para ser mejor.
Cuando se tienen 17 y la conciencia manda a comprometer la vida en defensa del otro, es una decisión que no encuentra límites, que se vuelve temeraria, que supedita todo al cumplimiento del mandato ético que no admite cortapisas. Quien tiene 17, como diría Andrés Eloy Blanco, tiene todavía el sabor de la leche de su madre en los labios, es un niño grande al que uno cargaría si pudiera y sentaría aun en las rodillas a jugar al caballito, si se dejara, pero no se deja porque se sienten gigantes y se sienten porque verdaderamente lo son de cuerpo y de alma.
Un niño no debe morir, porque cuando un niño muere, una parte de la eternidad se desvanece irremediablemente sin que siquiera se nos sea permitido vislumbrarla. Cuando un niño grande de 17 es asesinado, nuestra confianza en el destino humano se ve defraudada y todos los siglos de conquistas civilizatorias parecen estériles e ilusorios.
Algo en la conciencia nacional debería detener el asesinato de nuestra juventud. Una recóndita expresión de amor debería quedar en quienes nos conducen al matadero y seguramente alguna vez soñaron el bien para sus compatriotas. Quien tiene 17 años no ha conocido otra Venezuela, creció en este despropósito y sin embargo, su alma ansía lo diferente, barrunta la democracia que no ha vivido porque fue amamantado por un corazón que conoció la libertad.
En nombre de las cosas buenas que podemos evocar unos y otros, de las luchas históricas de tantas generaciones, en nombre de los sueños de felicidad del Libertador para su pueblo y del valor supremo de la vida, debemos exigir con contundencia que se detenga el vil asesinato del divino tesoro que representa nuestra juventud.
No podemos degradarnos tanto. Ya basta.