La emotiva historia de una niña que casi muere de un raspón en la rodilla

casi muere por un rasponFoto: AP Foto/Ariana Cubillos

Era apenas un raspón en la rodilla. Y los padres de Ashley Pacheco, de tres años, hicieron lo que hace todo progenitor: le dieron un abrazo, le limpiaron la herida dos veces con alcohol y pensaron que estaba todo resuelto.

Dos semanas después, la niña se retorcía de dolor en la cama de un hospital. Su madre se quedaba con ella en el hospital día y noche. Su padre recorría Caracas en busca de antibióticos. No tenían idea de lo mucho que iban a empeorar las cosas.

Una semana después de la caída en que se lastimó la rodilla, Ashley empezó a afiebrarse. En una clínica local los médicos le dijeron que pronto se repondría. La fiebre, no obstante, siguió subiendo y la rodilla se le hinchó.

Maykol y Oriana Pacheco la subieron entonces en su motocicleta, la acomodaron entre los dos y se pusieron a buscar un hospital que se tomase su caso más en serio. Recorrieron tres, y ninguno tenía medicinas o habitaciones para recibir a Ashley.

A la mañana siguiente, la pequeña tenía 39 grados (103 Fahrenheit). Su padre se sentía cada vez más desesperado. Sin más opciones, enfiló hacia un cuarto hospital, el Universitario, donde de inmediato la llevaron a una sala de emergencia.

El hospital estaba muy sucio. El personal de limpieza se había quedado sin lavandina para limpiar los pisos. Por el edificio caminaban perros callejeros y había cucarachas en las paredes. El agua de los baños a veces salía negra.

Los médicos le diagnosticaron una infección estafilocócica. La bacteria había penetrado su tejido cerca de la rodilla y se metía en la coyuntura.

Al caer la noche el estado de Ashley empeoró. Las rayas del monitor oscilaban enloquecidas. Su respiración sonaba rara y su padre notó que los movimientos de su pecho cuando respiraba no eran normales.

Los médicos sospechaban que la bacteria había llegado a los pulmones y abierto un agujero. Pero la última máquina de rayos X del hospital había dejado de funcionar el mes previo. Una ambulancia la llevó a una clínica privada, donde el examen le costaría a la familia el equivalente a una semana de sueldos.

Los rayos X confirmaron lo que se temía: el pulmón derecho de Ashley había colapsado.

Los médicos le insertaron a la pequeña una gran aguja en el pecho y el aire salió zumbando. Poco después, llamaron a los padres a una sala y les dijeron que ya casi no tenían el antibiótico intravenoso. Y que sin la máquina de drenaje, Ashley no duraría más de 24 horas.

La familia de Ashley empezó a hacer llamadas a ver si encontraban alguien con esos artículos médicos un sábado a la noche. Pasada la medianoche, un amigo de la familia encontró un médico de una clínica privada que aceptó donar un Pleur-vac. Con ella, Ashley empezó a respirar mejor. Pero su pierna estaba muy morada e hinchada, del diámetro de un plato.

Si no se podía frenar la infección, posiblemente tendrían que amputar la pierna.

Maykol se sumó así a miles de venezolanos que corren contra un reloj personal tratando de salvar a sus seres queridos, haciendo cola por horas frente a farmacias tratando de buscar lo que necesitaba.

El antibiótico vancomicina fue el más difícil de conseguir. Maykol escuchó que un hospital público del otro lado de la ciudad podría tener esa medicina. Al llegar, la unidad pediátrica se había inundado. Y no tenían la medicina.

Con los jeans mojados, fue a otro hospital. Tampoco allí había nada. Pero cuando se iba, un hombre con un delantal blanco lo llamó y sacó tres frasquitos de su bolsillo.

Además de la medicina, Ashley ahora debía ser operada para drenar su rodilla infectada. Pocas de las 27 salas de operaciones del hospital funcionaban a pleno y había 150 niños en la lista de espera.

Los médicos hicieron fuerza hasta que finalmente se le dio un turno a Ashley en la sala de operaciones.

Dos residentes esterilizaron una aguja que ya había sido usada y le inyectaron la anestesia a Ashley.

Una semana después, la fiebre había subido inexplicablemente a 39 grados (102 F). Hacia el fin de semana, se la veía temblorosa debajo de sus sábanas de Dora la Exploradora, sudando, con 41 grados (106 F).

Y Oriana notó algo nuevo: manchas rojas en su piel todavía hinchada.

No habían conseguido suficientes antibióticos como para asegurarse de que el estafilococo no seguía esparciéndose silenciosamente. Se necesitaría más vancomicina, tres dosis diarias por seis semanas, sin interrupción, para contener la infección sin que arruine el corazón o llegue al cerebro.

Maykol dejó de trabajar como conductor de taxi y se pasó el mes de agosto recorriendo la ciudad, tratando de conseguir la medicina. Oriana pasó todas las noches acurrucada junto a Ashley en una sala con otros ocho pacientes. Parientes suyos cuidaban a los otros niños.

Los dos agotaron el crédito de sus tarjetas y pidieron prestado todo lo que pudieron a sus familiares. Comían una sola vez al día y vendieron su refrigeradora, su televisor, el teléfono celular de Oriana y la Play Station de los niños.

Finalmente, a mediados de agosto, casi un mes después de ser hospitalizada de nuevo, la fiebre cedió. Ashley sonrió alborozada cuando un técnico le dejó escuchar el latido de su corazón durante un ecocardiograma. Pero Oriana se preocupó al ver que el técnico analizaba una y otra vez un mismo sector. Daba la impresión de que algo no estaba bien.

 

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La bacteria había cedido, pero el corazón de Ashley tenía cicatrices y era posible que con el tiempo su válvula tricúspide empezase a fallar y tuviese que ser reemplazada.

El día antes de que Ashley debía ser dada de alta, Oriana salió del noveno piso por primera vez en dos semanas. Los médicos no querían darla de alta hasta que no se sometiese a un ultrasonido para ver cómo estaba la pierna. Oriana trató de conseguir turno en un hospital público donde todavía funcionaba esa máquina.

Cuando finalmente la recibieron, le dijeron que el primer turno disponible era en noviembre, dentro de dos meses. Oriana hizo un gesto de desazón. “Esto es una locura”, dijo en voz baja.

Al regresar, una nueva doctora le dio más malas noticias. Ashley tenía un hongo en los pulmones. Necesitaba una medicina que ya no se conseguía en Venezuela y debería permanecer hospitalizada mientras los médicos veían qué podían hacer.

Por primera vez desde que Ashley fue admitida, su padre se enojó.

“¿Qué me quiere decir con eso de que necesita medicinas que no se pueden conseguir aquí?”, le dijo. “Al menos deme el nombre, así puedo buscarla. No me diga que la necesita y que no existe”.

Maykol pasó varios días buscando fundaciones internacionales y formas de importar la medicina. Tal vez podía hacer llenar una receta médica en Miami, aunque costaría más del sueldo de un mes.

Al final, la ayuda llegó de la habitación contigua. La madre del niño con una infección pulmonar donó la medicina para Ashley.

Su hijo había muerto.

A fines de septiembre, dos meses después de que fue internada por primera vez, Rangel dijo que Ashley ya no tenía infección alguna.

Oriana le vendió las medicinas que la familia le había dejado a las madres de otros pacientes en ese piso. Usó parte del dinero para hacer el ultrasonido de Ashley en una clínica privada y guardó al resto para tratamientos futuros.

“Hemos gastado todo lo que teníamos”, afirmó.

Tenían que ahorrar para algo más: Después de dejarse estar por mucho tiempo, Maykol y Oriana habían decidido bautizar a Ashley.

Cuando fue dada de alta, salió renqueando del hospital, con un globo en la mano y un casco de motocicleta para menores para el viaje a su casa. Residentes y enfermeras gritaron alborozados al ver partir a la familia.

No les decían “adiós”, sino “buena suerte”.

Por Hannah Dreier, Associated Press


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