Relato 1
Las vi en Altamira, cerca de la emblemática plaza del obelisco. Hurgaban desesperadas, a plena luz del mediodía, las bolsas de basura que un restaurante cercano había depositado en la acera. Eran cinco mujeres, entre los 15 y 23 años. Muchachas marcadas por el signo de la revolución y el legado del comandante. Revisaban, con el afán que despierta la hora del almuerzo, las robustas bolsas negras llenas de desechos. Las miré por un rato con una mezcla de dolor, rabia y lástima. Estaban entregadas a su tarea sin una pizca de vergüenza; esa que en algún momento –imagino– sintieron y tuvieron que dejar a un lado porque comer es un asunto de supervivencia. Estaban sumergidas entre sus bolsas negras. Como quien se sumerge en un botín de cosas viejas con la esperanza de hallar alguna buena pieza. Seguí caminando para alejarme de la imagen de esas cinco muchachas que no estaban en sus liceos o universidades, sino que revisaban desperdicios con la esperanza de encontrar algo comestible; y quizá, con un poco de suerte, un pedazo de carne o pollo a medio descomponer.
Relato 2
A escasos metros de las jóvenes que hurgaban la basura, veo a un muchacho pálido y tambaleante. Caminaba marcado por la desorientación. Cuando quedamos frente a frente, noté que apenas podía abrir los ojos. Lo noté sin mirada, lo noté extraviado en sus recuerdos y perdido en su adicción. Caminaba en zigzag, como si faltasen pocos segundos para desplomarse. Unas transeúntes, temerosas, apretaron sus carteras y se alejaron del muchacho no sin antes comentar: “Ese está superdrogado”. Y aceleraron el paso para dejarlo atrás cuanto antes. Son las 12:30, y en escasos minutos el “espectáculo” que ofrece ese corto trayecto por una acera de Altamira, apenas comienza.
Relato 3
Antes de cruzar hacia la otra cuadra, comienzo a distinguir una aglomeración de personas. Gente humilde, con sus hijos en brazos; señores y niños –en edad escolar– que en vez de estar en el trabajo o en la escuela obedecen las indicaciones del vigilante de la farmacia que intenta organizarlos bajo el grito de “en una sola cola y cédula en mano”. Desacelero el paso para intentar contarlos. 5, 25, 60… como 150 personas comienzan a ponerse una detrás de la otra. De pronto reparo en un detalle: la mayoría luce, colgado en sus espaldas, el morral tricolor de la revolución. Ese morral, que en principio fue escolar, y que lleva los colores de nuestra Bandera. Ese morral que hoy luce curtido en las espaldas de los muchos adultos que lo usan porque sus hijos dejaron de ir a la escuela. Ese, que el régimen repartió en algún momento y que, para fabricarlo, seguramente asignó una partida cuantiosa que debe haber hecho multimillonario a algún contratista del Estado. Ese morral amarillo, azul y rojo que se volvió la insignia de la miseria tallada por la revolución.
Relato 4
Avanzo con tristeza. Veo niños pidiendo “algo para comer”. No uno o dos. Contabilizo, por lo menos unos seis. Chiquiticos y flaquitos. Vestidos con ropitas desgastadas que no les quedan ajustadas. Uno muy pequeño, al que no le calculo más de 5 años, se acerca a una pareja que, en el kiosco de la esquina, compra una galleta y un jugo enlatado. El niño les pide que le regalen la galleta porque tiene hambre. El muchacho lo ignora y se concentra en pagar “la fortuna” que le costará la galantería de invitarle a su novia la merienda. La muchacha, conmovida, abre el paquete, toma una galleta y le regala el resto del empaque al niñito quien, no tarda ni dos minutos en devorar lo que, probablemente, haya sido su primera comida del día.
Relato 5
Comienzo a arrastrar los pies y el ánimo. Es imposible ser indiferente ante tanta indigencia. En escasas dos cuadras, la miseria, la pobreza crítica y el hambre se multiplican como las promesas de hacerlas desaparecer que alguna vez hiciera Chávez. Se me acercan señoras que, por su apariencia y timidez, deduzco se “estrenan” en el modus vivendi de pedir limosnas. Un viejito muy decente, bien arreglado y con cara de jubilado, nos ofrece a los transeúntes una bolsita de ajos pelados por trescientos bolívares. Nadie le compra; pero, él no deja de sonreír. Al precio que vende sus ajos pelados no le alcanzará ni para comprar una pastilla con la que seguramente tiene que controlarse la hipertensión. Sin exagerar, en cada promontorio de basura que me encuentro en el trayecto y que espera ser retirado por los camiones del aseo, veo a una o dos personas haciendo una inspección previa: es la nueva forma de abastecerse, es la vía para garantizarse el sustento ideada e impuesta por la revolución…El hambre es el verdugo, el cancerbero con el que este régimen somete y domina a un buen porcentaje de la población.
Relato 6
Llego al taller al que siempre he llevado mi carro a reparar. Y lo primero que observo a un lado de la entrada es la escena que ha sido leitmotiv de mi recorrido. Amontonados, impacientes, como fieras salvajes despedazando a una presa, alrededor de quince personas arremeten con furia contra los desechos de la panadería de la esquina. Devoran las tortas fermentadas que nadie compró para celebrar un cumpleaños. Tragan sin masticar panes viejos y duros a medio morder. Enseñan los dientes a quienes se van sumando al festín, y se encorvan sobre sus trozos de comida para esconderlos de la mirada de otros hambrientos. Un vecino de la cuadra les toma una foto. El dueño del taller me recibe en la puerta y me conduce rápidamente al interior del establecimiento para comentarme que, desde hace pocos días, la escena se repite porque los desechos de la panadería se convirtieron en un hallazgo parecido al descubrimiento de un yacimiento de oro. Que llaman a la policía, la patrulla se acerca, los ahuyenta; pero, al día siguiente, con el nuevo promontorio de basura, el grupo vuelve a aparecer…
Durante mi corta caminata, la miseria fue el principal transeúnte. Es el hambre que describen los números de la más reciente encuesta Encovi. Es la amenaza de las que nos alerta Fedeagro cuando dice que la industria agroalimentaria está operando a un tercio de su capacidad y que eso aumentará aún más la escasez de alimentos…Es la hambruna que el régimen “engorda” para devorar por más años los suculentos beneficios que le reporta estar en el poder.