Quizá, lo que hizo El Aissami el 5 de julio fue un primer ensayo: una demostración de cómo pretende desalojar a nuestros diputados –legítimamente electos el 5 de diciembre de 2015– para dejarles el espacio libre a los constituyentistas que, imagino, el régimen ya tiene designados y escogidos; pero, para quienes el CNE hará el teatro de unos comicios a finales de este mes. Memorable –por lo vergonzoso y sangriento– será este 5 de julio de 2017 para los venezolanos que vemos este desgobierno cada vez con menos pudor y actuando como lo que es: una dictadura, remozada, a la cubana.
El Aissami madrugó en el hemiciclo y arengó a los delincuentes que comanda, llamándolos pueblo de a pie –aunque no dudo que hayan llegado en motos y mejor armados que la Policía Nacional Bolivariana–. Insistía en que “los que se vayan quedando en el camino por traiciones, ambiciones y por proyectos personales, que se queden. Por cada traidora o por cada traidor vendrán miles de millones de revolucionarios a alzar la bandera de Bolívar y de Chávez para seguir empujando esta causa”. Solo que no eran banderas: eran armas, cabillas, tubos y piedras. Era la violencia de los colectivos, los paramilitares de la revolución. Eran los garantes de que las palabras de El Aissami se volvieran hechos sangrientos, con ellos como protagonistas. Era la demostración palpable de lo que les exigió Nicolás: lo que no logren con los votos –ergo, con la civilidad de la vía democrática– lo impondrán con las armas. Y así, comenzaron a demostrarlo.
Mientras la violencia de los paramilitares manchaba con la sangre de ocho diputados opositores las paredes del hemiciclo, el Conas, la GNB, la PNB y más colectivos hacían de las suyas en El Paraíso y Quinta Crespo: arremetían contra los vecinos que no temen y no se cansan de protestar. ¿Y Nicolás? Podíamos verlo en la transmisión conjunta de radio y televisión, desde Los Próceres, jugando a ser el comandante de los soldaditos del desfile militar conmemorativo de los 206 años de la firma del Acta de la Independencia. La Caracas de la cadena en nada se parecía a la de las redes sociales. La sangre, la violencia, la represión y, por supuesto, la “parodia” de un desfile que ya nadie respeta, se disputaron mi atención –y mi preocupación– durante este vergonzoso 5 de julio en el que, de nuevo, el régimen, le suma un nuevo delito a su jugoso prontuario.
Porque, definitivamente, el régimen necesita de esa violencia que reparte sin mezquindad, para avanzar con su constituyente. Un proceso ilegítimo y rebuscado que no es más que la radicalización de su dictadura y del Estado comunista, que solo los beneficia a ellos, a los integrantes de esta cofradía delictiva que conduce los destinos del país y que, de no ser porque retienen el poder –a como dé lugar– estarían en los tribunales –incluso los internacionales– recibiendo sus sentencias y años de condena.
Coincido con Amalio Belmonte cuando afirma que “tanta arrogancia, y no se atreven a declarar, sin ambages, que su gobierno es una dictadura. Que el Parlamento, la Fiscalía, la opinión pública libre y la autonomía universitaria, entre otros, son obstáculos, estorbos que, a falta de mejores instrumentos, el bufete privado del gobierno (Sala Constitucional del TSJ) debe proceder a eliminar para dejar campo libre a la constituyente fascista mussoliniana”. Por eso, hoy tenemos dos vicefiscales; por eso, hoy insisten en que la Asamblea Nacional está en desacato y por ende desconocen las decisiones de los diputados. Por eso, hoy arremeten contra nosotros, la sociedad civil que, por distintos medios, nos oponemos a sus propósitos.
No olvidemos que el verdadero asalto a la Asamblea Nacional lo realizó el gobierno y el ataque posterior –que incluye el secuestro de diputados, periodistas y trabajadores por parte de los colectivos armados del régimen– es parte del mismo guión golpista. Porque, lo que ocurrió hoy en el Palacio Legislativo muestra lo que muchos saben: que Tareck el Aissami comanda a delincuentes y la FANB los custodia. La asamblea nacional constituyente de Nicolás Maduro es el proyecto de un extremista criminal que amenaza con quebrantar el orden público de lo que queda de nuestra Venezuela.
Sabemos que la razón de que muchos de nuestros problemas actuales se hayan quedado sin resolver es porque le tuvimos miedo a las soluciones. Por eso, la violencia de los días que corren; una violencia que irá in crescendo porque el régimen ni la aprueba ni la condena: simplemente la considera el medio para alcanzar sus objetivos políticos.
Sin embargo, no desfallezcamos. Porque, cuando este desgobierno y sus integrantes por fin estén donde les corresponde –y ocupen en los libros de historia los deplorables capítulos con los que serán recordados– serán nuestros muchachos valientes –los que han abandonado sus aulas por la protesta en la calle– los que mantendrán sus cabezas erguidas y nuestra bandera en alto. Serán nuestros muchachos asesinados, los héroes caídos durante estos meses, a quienes les dedicaremos –y honraremos– en una nueva fecha patria. Cuando este régimen pague, con todo el peso de la ley, sus delitos, serán nuestros jóvenes, nuestras mujeres y hombres decentes, y nuestra sociedad civil –valiente y aguerrida– la que borre el sinsabor de este vergonzoso 5 de julio de 2017 que protagonizó el régimen.
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