Los vi en la Avenida Principal de Los Campitos. También en la autopista Prados del Este, a la altura del Distribuidor Santa Fe. El jueves en la mañana, fueron los responsables de la tranca en la autopista –congestionamiento ahora inusual, porque la ciudad está cada vez más solitaria y poco transitada–. Un grupo estaba apostado cerca de la escultura en forma de gota que está al lado del CCCT. Otro, más allá de La Carlota. Unos cuantos, debajo del Distribuidor Altamira. A veces, eran tantos, que el trayecto se reducía a un solo canal. Los encontré esparcidos en el camino que transité, tanto de ida como de vuelta. La tranca me permitió detallar lo que hacían y cómo estaban identificados: podaban la maleza, recogían los escombros y apilaban la basura. Incluso, barrían las cunetas, talaban árboles, sembraban maticas ornamentales, arrancaban afiches y pintaban, de amarillo o gris, las paredes o los bordes de las aceras. Una labor que tenía tanto tiempo sin ver que, debo confesarles, me tomó por sorpresa… y despertó la suspicacia.
El lunes de esta semana, algunas de las principales vías –las más vistosas– del sureste de la ciudad fueron tomadas por unas cuadrillas de limpieza, armadas con rastrillos, cuñetes de pintura, brochas, bolsas plásticas y otras herramientas. Lucían como único uniforme unas franelas azul marino nuevecitas con la cara de Chávez y Nicolás. Imaginé que el comandante de este operativo era el gobernador de Miranda que desde su elección se ha mantenido más bien calladito y bajo perfil. Su nombre, Héctor Rodríguez, grandote y en negritas, no relucía por ningún lado –un gesto que interpreté como de humildad; por cierto, poco usual entre los políticos que adoran ver su cara y nombre estampados en cuanta cosa emprenden–. En cambio, la jornada estaba identificada solo con el perfil del difunto y de Maduro. No había logos de ministerios ni de la gobernación. Solo la cara de Hugo y Nicolás mirando hacia la izquierda, y con un lema a pie de página: “Juntos todo es posible”, como para que no olvidemos que, si este régimen todavía persiste, es porque Chávez así lo impone desde el más allá.
Para mi sorpresa, las tareas continuaron el martes, el miércoles y el jueves. Por la cara de los trabajadores, la mayoría muchachos muy jóvenes, supuse que eran los beneficiados del Plan Chamba Juvenil, esa promesa de Nicolás de trabajo bien remunerado y digno y al que, según los publicistas de la revolución, se han incorporado más de 1 millón de jóvenes, quienes, por supuesto, para poder beneficiarse de él, también deben portar el carnet de la patria.
Como el tráfico me lo permitió, y mi curiosidad era mucha, bajé el vidrio del carro y llamé a uno de los chamos para que me contara de qué se trataba todo eso. Se acercaron tres muchachos, tan curiosos como yo y dispuestos a responder, o quizá para aprovechar la excusa de mi interrogatorio y tomar un breve descanso. El más conversador me contó que barrer no era lo suyo; pero que prefería hacer eso “que estar atravesao en la calle”. “Nos van a dar 3.000 bolos semanales que no me van a alcanzar ni pa′comprá un pollo. Menos pa′ comprarme una motico, que es lo que de verdad quiero”, y me di cuenta de que, pese a que el gobierno aplazó la reconversión, desde hace rato en las barriadas populares, para poder sobrellevar la hiperinflación, cuando se habla de cifras, la moneda perdió los tres ceros.
—No se crea, patrón, es verdad que estamos dejando esto bien pulío; pero nos dijeron que esto es solo por tres meses. No se malacostumbre y vaya a creer que nos va a ver por aquí a cada rato. Son solo tres meses. Y sueltan una risa burlona, conscientes de que lo que hacen es solo parte de un circo.
—¿Y tuvieron que sacarse el carnet de la patria?, aprovecho para preguntarles en vista de que la cola sigue sin avanzar.
—Claro, patrón. Si no, no nos dan la chamba; pero la plata para pagarnos se la van a depositar al jefe de cuadrilla y él después nos la va a dar a nosotros.
“¿No se la van a meter en el carnet de la patria?”, les repregunto para poder entender el sistema de pago con el que le remunerarán el trabajo a destajo. “Yo lo único que sé –responde– es que toda la plata se la van a dar a él”.
—¿Y la bolsa CLAP no se las ofrecieron como beneficio adicional?, indago. “Qué bolsa CLAP ni que nada patrón. La franela y 3.000 bolos por semana. Más nada”. Y aunque 12 millones de bolívares por un mes de trabajo es más que la pensión de los jubilados y el salario mínimo, percibo la inconformidad propia de la juventud que siente que la remuneración no es proporcional al esfuerzo.
La corneta del carro que tengo atrás me obliga a poner punto final a la entrevista improvisada. Cuando estoy a punto de despedirme de los chamos, el que llevó la batuta a la hora de responder me espeta: “Patrón, si usted vuelve a pasar por aquí y me ve, ayúdeme a conseguir un trabajo estable en una empresa”. Y sentí en su petición la inconformidad hacia el plan que, lo menos que ofrece, es una chamba segura.
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