Son días de no cometer errores. Quienes anhelamos el cambio definitivo, el retorno de la democracia y el fin de esta crisis propiciada desde el régimen, sentimos la urgencia de erradicar las viejas prácticas partidistas, que fueron las que le abonaron el terreno a esta abominación llamada Chávez, y luego, Nicolás Maduro. La llegada de Juan Guaidó a la presidencia de la Asamblea Nacional, y su posterior proclamación como presidente interino de Venezuela, amparado en el artículo 233 de nuestra Constitución vigente, sorprendió al establishment. La sorpresa, no solo se la llevó el narcoestado. También tomó por sorpresa a muchos personeros que hacen vida en los partidos de oposición; pero que, con sus negociábulos ocultos, le han dado al régimen el oxígeno que lo mantiene con vida, en una especie de coexistencia parasitaria, en la que ambos se retroalimentan. Han sido cómplices. Y son también los responsables de que Venezuela, hoy en día, ya no sea un país, sino una catástrofe.
La juramentación de Guaidó fue una jugada, quizá inesperada y oportuna, que muchos no se esperaban. Y si bien, aún no hemos logrado el jaque mate al tirano, debo reconocer que, por los comentarios que recojo en la calle, esta acción renovó las esperanzas de los ciudadanos que daban todo por perdido. Ese, a mi juicio, es uno de los primeros logros del Efecto Guaidó, porque cohesionó y movilizó de nuevo a la sociedad civil en torno a tres objetivos: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres. Son muchas las personas que, ante este nuevo escenario, pospusieron la ejecución de sus Planes B porque ven en este movimiento, más pragmatismo, más enfoque, más planificación y menos improvisación. Yo, confieso, quisiera ver menos de las viejas prácticas políticas. Esas prácticas que tanto daño le hicieron a Venezuela y que, repito, degeneraron en esta aberración llamada Socialismo del Siglo XXI.
No quiero, por ejemplo, ver al ingeniero Guaidó rodeado de los representantes de la prehistoria partidista de Venezuela, ni de teóricos que aún defienden a Carl Marx o a Lenín; o peor aún, al legado de Hugo Chávez. Y, tal vez, ustedes pudieran alegar que, en democracia, una de las bondades de este sistema es el respeto a la pluralidad de las ideas. Quizá mi inquietud es que siento que no son momentos para desaciertos. No hay margen de error. Los actos de gobierno que ejecute el presidente interino Juan Guaidó deben ser impecables. Guaidó necesita gobernar sin ataduras ni compromisos con las cúpulas partidistas que lo han respaldado.
Los nombramientos de embajadores en los países que lo han reconocido como el presidente interino de Venezuela, no pueden empañarse, por desconocimiento de esos nuevos funcionarios, de los protocolos diplomáticos. Muchos de esos embajadores designados, no son profesionales de carrera y, muy probablemente, esas sean las razones por las que el pasado 20 de febrero, Costa Rica elevó una nota de protesta ante el intento de la nueva embajadora de ingresar a la sede, irrespetando los plazos que el gobierno de ese país les concedió a los funcionarios chavistas para que recogieran sus peroles y se marcharan. Ese es el tipo de error que empaña el buen proceder y pone en entredicho las competencias de la persona designada para el cargo. Un cargo de mucha importancia en este momento en el que el apoyo internacional ha sido clave. Entonces, es allí cuando me pregunto si las designaciones obedecieron al perfil profesional de los elegidos como nuevos diplomáticos o a compromisos con las cúpulas de los partidos. Y me temo que la respuesta es más que obvia.
En nuestro país, y ahora también fuera de él porque la diáspora ha hecho que las mentes más brillantes de nuestra tierra estén dispersas por el mundo, contamos con la intelectualidad, el talento y los profesionales que necesitamos para hacer las cosas bien. Tenemos a embajadores de carrera, con años de estudios, investigaciones, relaciones y trayectoria diplomática. Debemos desprendernos de esas dañinas prácticas del pasado donde las embajadas son las recompensas que se reparten entre los partidos que ven en el poder político, la posibilidad de acceder –por la vía expresa– al poder económico. Debemos erradicar las prácticas perversas en las que los cargos públicos son los premios de quienes aspiran a controlar, enriquecerse y tener poder. Esa manera de hacer política, es lo que nos condujo a estos veinte años nefastos.
Es hora de extirpar estos métodos gravosos de los cogollos partidistas. Tenemos que erradicar, definitivamente, las imposiciones de los caudillos, esos que tanto daño le han hecho a Venezuela. Es el momento de la sociedad civil como agente político y ente contralor del Estado. Insisto, estamos en una etapa país crucial; y, un error, un paso mal dado, una decisión equivocada, al final, al que terminará favoreciendo será al narcoestado. Y eso, a toda costa, debemos evitarlo.
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