Tras los descubrimientos e inventos que llevan a cabo diversos científicos e inventores, tales como: Franklin (electricidad), Edison (lámpara incandescente, telégrafo electromagnético, tubos catódicos y teléfonos), Tesla (corrientes polifásicas y acoplamiento de circuitos oscilantes), Westinghouse (freno de aire comprimido) y Morse ( telégrafo y motores eléctricos) y Graham Bell (teléfono), la Revolución Rusa, incipiente e ingenua, cuando quizá Lenín se halla atónito por que un extraño fluido fuese capaz de mover máquinas, hacer “hablar” al telégrafo, proyectar voces e imágenes hasta reproducirlas, resulta muy lógica su conclusión que la utopía del socialismo podía conquistarse, entre otros, mediante añadidura de la electricidad a los soviets.
Pero, el socialismo necesita algo más que el fluido eléctrico para convertirse en sistema alternativo. Necesario el desarrollo de las fuerzas productivas a objeto de lograr el bienestar. La colectivización forzosa del campo, así como la expropiación de fábricas urbanas, trajeron el hambre y la desesperación en aquel pueblo que apenas despertaba de la servidumbre zarista.
Tras darse cuenta de su dislate, Lenin intenta retroceder y lanza su famosa NEP (la Nueva Política Económica), cuya consigna es “¡Todo el poder para los soviets! y/o “Kulaks” (campesinos) enriqueceos……”. Demasiado tarde porque ya el burocratismo y la ausencia de una democracia formal habían socavado las estructuras de la sociedad rusa. En efecto, la corrupción y el acaparamiento conforman una armazón que, dirigida por Jósif Stalin, se convierte en una de las satrapías más relevantes del mundo contemporáneo.
Si el (des)gobierno se empeña en copiar el socialismo brutal de Stalin, ¿por qué carrizo no copia, entonces, la pasión por la electricidad? Que se ostenta posterior a la renovación Kruschev.