Esta semana, para el programa de Román Lozinski, me pidieron que grabáramos una entrevista corta, bastante fuera de lo convencional. Se trataba de responder una pregunta aparentemente sencilla: “¿A cuál canción te suena el país y por qué?”
Yo soy un enamorado de Venezuela. La siento y la vivo. Y me pasa lo mismo con cada pedacito de ella. No es un amor platónico. Lo ejerzo y la disfruto a diario. Me apropio de ella. De su luz, de su verde, de su aroma, de sus montañas, de sus pueblos, de su mar, de sus ríos y de su gente. No importa lo difícil de cualquier situación o momento, Venezuela siempre me emociona, me alegra la vida, me apasiona y me huele a mamá, a esposa, a hijos, a todo. Por eso fue bonito lo primero que me vino a la mente cuando oí la pregunta. ¿Y cómo no iba a serlo, si es una de las cosas que más quiero? ¿Una canción que me viene a la mente? Miles. “Alma Llanera”, “Pasillaneando”, “Sabana”, “Fiesta en Elorza”, “El Becerrito”, “Brisas del Torbes” o el “Polo Margariteño” y “Pueblito Tovareño”, por eso de mi sesgo personal.
Pero cuando me explicaron mejor la pregunta y entendí que no se trataba en realidad de expresar a qué me sonaba Venezuela como país ni a esa relación intensa de Patria que, quizás porque me estoy poniendo viejo, trato de inculcar en mis hijos, unos chamos que también se conectan con Margarita, como mi papá margariteño, o con Mérida, como mi mamá merideña, o con Barquisimeto, como su mamá guara, o con La Guaira, cotidiana, como cualquier caraqueño.
Entonces la cosa se puso más complicada.
Con la pregunta se referían, en realidad, a cómo me suena lo que pasa en Venezuela. A qué suena ese cortocircuito entre el país bello y la situación fea, entre la gente amable y hermosa y la inseguridad, el conflicto, la depresión, la escasez, el hambre y el miedo. Y entonces surgió una canción que ni siquiera es nuestra pero se parece “igualito” a lo que hoy somos como sociedad. Una canción que, inequívocamente, describe lo que nos pasa, lo que hay dentro de ese estuche maravilloso y que en verdad no me gusta nada. Una canción que podríamos poner a las doce del mediodía y de la noche, con la coletilla de “Letra y Música de Rubén Blades, escrita en el siglo pasado, refiriéndose a otro lado”, pero resulta que nos describe con precisión milimétrica. Se trata de “Hipocresía” y dice así:
La sociedad se desintegra.
Cada familia en pie de guerra.
La corrupción y el desgobierno
hacen de la ciudad un infierno.
Gritos y acusaciones,
mentiras y traiciones
hacen que la razón desaparezca.
Nace la indiferencia,
se anula la conciencia
y no hay ideal que no se desvanezca.
Y todo el mundo jura que no entiende,
por qué sus sueños hoy se vuelven mierda.
Y me hablan del pasado en el presente,
culpando a los demás por el problema
de nuestra común hipocresía.
El corazón se hace trinchera:
su lema es sálvese quien pueda.
Y así la cara del amigo
se funde en la del enemigo.
Los medios de información
aumentan la confusión
y la verdad es mentira y viceversa.
Nuestra desilusión
crea desesperación
y el ciclo se repite con más fuerza.
Y, perdida entre la cacofonía,
se ahoga la voluntad de un pueblo entero.
Y entre el insulto y el Ave María,
no distingo entre preso y carcelero,
adentro de la hipocresía.
Ya no hay izquierdas ni derechas:
sólo hay excusas y pretextos.
Una retórica maltrecha,
para un planeta de ambidextros.
No hay unión familiar,
ni justicia social
ni solidaridad con el vecino.
De allí es que surge el mal
y el abuso oficial
termina por cerrarnos el camino.
Y todo el mundo insiste que no entiende
por qué los sueños de hoy se vuelven mierda.
Y hablamos del pasado en el presente,
dejando que el futuro se nos pierda,
viviendo entre la hipocresía.
¿Necesitan que explique por qué?