Contaba Edgar que en su restaurante de Miami tenía tres clases de trabajadores: aquellos nacidos en Estados Unidos de padres también norteamericanos, aquellos nacidos en Estados Unidos pero hijos de padres inmigrantes; y finalmente aquellos que habían nacido en Latinoamérica y habían decidido emigrar. Era política de su restaurante que antes de abrir las puertas al público, se sentaran todos en una mesa común a almorzar. Y justamente en esas jornadas de almuerzo comenzaron sus angustias. Notó que muchos de los nacidos en Estados Unidos (hijos de norteamericanos o de inmigrantes) tenían pésimos hábitos de etiqueta en la mesa; y continuando con el inevitable acto de generalizar cuando se trata de documentar un punto, notó también que era raro ver un inmigrante latino que no supiera agarrar bien los cubiertos.
Lo que inicialmente no eras más que una anotación al margen de su libro de anécdotas, producto de su reflexiva forma de encarar la vida, poco a poco, a fuerza de repetición diaria, fue pasando a ser un acertijo que quería resolver… y resolvió.
“Allí para los niños hay los parques más hermosos que puedas imaginar Sumito. Pero son parques llenos de niños solos, sus padres están trabajando. Es cierto que tengo calidad de vida, pero mantener este estatus en este país implica que hay que trabajar muy duro. Un día vi a mis dos niños pequeños y entendí que jamás me sentaría en casa a comer con ellos. Que serían otro par de niños solos de la modernidad. Que criaría dos niños incapaces de entender la importancia de agarrar correctamente un cuchillo. Y aquí estoy Sumito, de vuelta a Venezuela, en un país en donde mis hijos se sientan a la mesa con sus padres”.
Leído tangencialmente podría parecer frívolo afirmar que saber agarrar bien o no un cuchillo, o decir buen provecho al sentarse, pueda ser tan definitorio como para tomar una decisión tan trascendental como es quemar las naves; pero pensemos por un momento en algunas características relativamente universales que nos gustaría para nuestros hijos: queremos que nuestros hijos no sean egoístas y aprendan a compartir, queremos que aprendan a escuchar a otros sin interrumpir, queremos que aprendan a esperar sus momentos, queremos que acepten las diferencias y que sepan argumentar sin ofender.
Queremos que aprendan a comer sano, queremos que amen a su país y su cultura, queremos que nos cuenten cosas y que sean nuestros amigos, queremos que se involucren con la economía familiar, queremos que entiendan que vienen de una herencia familiar que luchó y que una herencia de ejemplos dejarán, queremos que respeten a otras culturas, queremos que cuando seamos viejos nos quieran acompañar y no nos dejen solos, queremos que estando en la cocina entiendan que todos estamos conectados en este planeta. Queremos que mejoren lo que hay.
¡Que un adulto sepa agarrar correctamente un cuchillo significa que alguna vez, en una mesa, unos padres hablaron de estas cosas durante muchas jornadas en su niñez!
Los actos de etiqueta han sido atacados en tiempos en los que las formas son acusadas de burguesas y la muchachada comienza a creer que no seguirlos es emancipación. Pero la etiqueta, ese entramado sutil de códigos de conducta, no es más que un compendio de códigos culturales que nos vuelven gregarios alrededor de la mesa. Una mesa en donde aprendemos los valores que nos definen como sociedad (ver mis artículos 27 minutos y Por nuestros niños), una mesa en donde entendemos que estamos en el mundo para ser acompañados y para acompañar.
La próxima vez que le parezca algo pasada de moda una persona educada en la mesa, piénselo. Probablemente esa persona fue entrenada para saber más cosas de las que uno cree.