El Palacio de las Academias está situado en el centro de Caracas, frente al edificio del Capitolio Nacional. En su parte posterior colinda con la sede del CNE. A su lado funciona el Centro Nacional de Historia, un organismo oficial convertido en tutor de la memoria de la sociedad por disposición del comandante Chávez. Antes estaban allí la Biblioteca Nacional y la antigua Corte Suprema de Justicia, pero ahora se encuentran los despachos de los historiadores oficialistas. En la esquina se levanta el templo de San Francisco, joya de procedencia colonial en cuya pila fue bautizado el niño Simón Bolívar y en cuya cercanía escribió el padre Navarrete su Arca de Letras y Teatro Universal, uno de los volúmenes fundamentales de nuestra más arraigada cultura. Cerca también están las oficinas parlamentarias y el edificio de los tribunales. Si caminamos dos cuadras llegamos a la plaza Bolívar, o a la Catedral, o a los despachos de la Casa Amarilla, o a la capilla en la cual se firmó el Acta de la Independencia en 1811.
Durante el siglo XIX el Congreso sesionó en los salones del Palacio de las Academias, que también fue sede de la Universidad Central de Venezuela hasta su mudanza hacia los alrededores de Plaza Venezuela. Lo más importante de la cultura republicana se gestó en sus aulas. Los periódicos de la naciente nación se concibieron en sus pasillos. Sonoros ataques contra Guzmán y Crespo encontraron origen en las algaradas de los jóvenes que allí habitaban. Los primeros pasos de la Generación de 1928 se dieron en sus claustros. En una de sus escaleras fue asesinado Eutimio Rivas en 1936, cuando clamaba por la libertad del pueblo. Durante el régimen de Pérez Jiménez se convirtió en asiento de las academias nacionales, que han funcionado allí sin contratiempos hasta la madrugada del pasado sábado, festividad de la Divina Pastora. Tan dedicada que estaba a la multitud de sus feligreses, la imagen no protegió con su manto el lugar que nos viene ocupando.
Los delincuentes protagonizaron entonces una faena de destrucción. Violentaron los portones, echaron por las escaleras los papeles de las instituciones, tumbaron algunos retratos de ilustres miembros de las instituciones, saquearon los escritorios y los pusieron patas arriba, se llevaron muchas pertenencias de los empleados y cargaron con unas ochenta computadoras. Más allá del hurto, destaca la alevosía que caracterizó la acción. Los hampones se empeñaron en dejar testimonio de su desprecio hacia los bienes de la cultura, hacia el trabajo silencioso que allí se realiza, hacia la faena de cuidado de los valores esenciales de la sociedad que allí se lleva a cabo. Una casa resguardada con especial afecto por los académicos fue transformada en un desorden de objetos y en un bochorno para los valores que custodia. Un espacio ocupado en la atención de las actividades de mayor trascendencia que ha realizado la sociedad desde sus orígenes amaneció como una casa llana. Se vivió, por lo tanto, una especie de escena de las viejas y deplorables guerras civiles, una evidencia de barbarie que solo en horas de profunda mengua puede presenciar el pueblo. Ídolos rotos.
Por la entidad de los organismos públicos que funcionan en el centro de la ciudad, y por la calidad histórica de sus edificaciones y objetos, fundamentales para la sensibilidad colectiva, el actual régimen determinó que el centro de la capital es Zona 1 en materia de seguridad. Debe ser otra decisión jocosa de las autoridades, otra burla habitual; no en balde también ha asegurado el oficialismo que, desde el punto de vista de un supuesto rescate político, se trata de un territorio vetado para la oposición, de una parcela libre de escuálidos macabros y apátridas. La actual directiva de la AN visitó la sede mancillada, publicó un comunicado de solidaridad con las academias nacionales y comprometió sus oficios en la búsqueda de eficaces medidas de seguridad para el resguardo de la edificación. Estamos ante la única muestra de civilidad que han recibido las academias nacionales. Vino la policía, no faltaba más, pero el resto de los poderes públicos han guardado una rotunda mudez.