Imaginemos a Simón Bolívar en la Caracas de hoy, trajeado con su casaca, sus boticas y su espada.
—Ciudadano, ¿por qué anda disfrazado? ¡Identifíquese!
—Soy Simón Bolívar.
—Si tú eres Bolívar, enano, yo soy el rey de España.
Bolívar, desconcertado, camina por una Caracas desconocida. Una ciudad que lo agrede. En su plaza, la que lleva su apellido, se topa con su imagen ecuestre. Un colectivo bolivariano la custodia.
—¡Oligarca!… Sí, es contigo. No te hagas el pendejo.
—Caballero, ¿me habláis a mí? –responde el Libertador.
—¡De bolas! ¡Esta plaza es del pueblo y por aquí no pasan pelucones!
—No os entiendo. ¿Es usted partidario de Murillo?
—¿Ese es un diputado de la MUD?
Y preguntando esto, lo saca a empujones.
—¡Qué chévere! –comentan unas señoras–. Es teatro de calle.
Más tarde, en un edificio invadido, ve afiches con fotos suyas y de Chávez.
—Ese hombre, ¿quién es?
—Deberías saberlo: ¡él es el Comandante Eterno!
—¿Sucre?
—¿Te la das de jodedor? ¡Sucre es una avenida! Aquí lo que tenemos es patria.
—Acaso, este caos… ¿es la patria?
Bolívar se aleja. Se encuentra con un vendedor.
—¡Cigarros por unidad…!
—¡Al fin alguien sensato! ¡Sí! Eso hace falta para que derrotéis el caos en el que os encontráis: unidad. ¡Preservad la unidad! No os dejéis derrotar ni desmoralizar. ¡Unidad, unidad…! La unidad, hace a los triunfadores.
Cerca de allí, Bolívar divisa su casa natal.
Sus pasos, ahora cansados, hacen retumbar el eco en su antiguo hogar. Al ver la cama en donde por primera vez vio la luz de Venezuela, recuerda aquel 17 de diciembre de 1830. Entonces se da cuenta de que en realidad está muriendo en Santa Marta, Colombia. Vive sus últimas horas. Es 1830 y 2017 a la vez.
—¡Mi delirio febril me trae absurdas visiones!… ¡Estoy viendo cosas que aún no han pasado!… Dr. Reverend, la muerte me lleva… ¡Malditos canallas que mancillan mi espada para enaltecer a caudillos y déspotas!… ¡Esta no es la Venezuela que soñé! ¿Por qué arruinan y asesinan a mi pueblo?… Ese no es mi retrato. ¡Devolvedme mi verdadero rostro!… Uno a uno, pagareis con vuestras vidas la profanación de mis huesos… Venezolanos, no os rindáis. ¡Falta poco!
Indignado, adolorido y mancillado, Bolívar se levanta de su tumba. Con la espada enarbolada, acompaña a los jóvenes venezolanos a combatir en todas las ciudades y, en especial, a quienes luchan en la autopista Francisco Fajardo de Caracas, que se ha convertido en el nuevo Campo de Carabobo de Venezuela.
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