Todos tenemos un grado de maldad. En un rincón de nuestra alma, se encuentra la maldad acechando, esperando el momento oportuno para salir.
Los nazis lograron infiltrar, en los campos de concentración, a cooperantes que fungían de capataces o policías a su servicio, quienes a traición actuaban contra sus compañeros de sufrimiento. Esta práctica aberrante convirtió a sus hermanos en esbirros. La cosa era perfecta para los alemanes, ya que estos cooperantes, que también estaban presos, conocían a los prisioneros: sabían cómo pensaban, qué les dolía y dominaban sus idiomas. Eran capaces de torturar e incluso de matar a un amigo, a un vecino o a un familiar.
¿Alguien sabe cuántas personas apuñalearon a su compañero en el Titanic para quitarle el salvavidas? Las perversiones duermen en el inconsciente y se disparan cuando están en juego la ambición desmedida y el instinto de supervivencia.
Sin embargo, un conjunto de normas, valores y creencias, nos ayudan a controlar nuestro grado de maldad y no solo a no ser malos, sino a evitar que la maldad se imponga: el código moral.
El código moral se acumula a lo largo de nuestra vida. Nace en el cariño con el que nos trataron cuando éramos pequeños. En el amor recibido de recién nacidos y que creemos no recodar. En el ejemplo de las cosas buenas que vimos, que vivimos en familia y que ahora, de adultos, repetimos y hasta perfeccionamos.
El código moral es nuestro policía interior, que tiene preso al odio siempre presto a salir. Su freno es la conciencia que, como decía Pepe Grillo, es la que nos permite diferenciar el bien del mal.
Estudiar ayuda a entender mejor estas cosas, pero no es lo fundamental para desarrollar el código moral. Fíjense si esto es así que médicos eminentes, físicos, músicos e historiadores acompañaron a Hitler en una locura que casi destruye a la humanidad.
Aquí, en Venezuela, nadie duda que altos funcionarios, músicos, escritores y artistas de este gobierno destructor sean excelentes en sus áreas o que hayan sido estudiantes universitarios destacados, con doctorados y posgrados. El peor de los malos es quien se ha preparado y, aun a sabiendas del daño que puede causar, presta sus conocimientos para la destrucción y el odio. El miedo, la comodidad, la ambición y no el conocimiento, disparan el monstruo que habita en nuestro corazón.
Hay quienes creen que ser condescendientes, cooperantes y zalameros con los dictadores los va a salvar de su grado de maldad.