Carlos Javier Arencibia: El calvario de un migrante
Todavía las llagas de los pies no se curan cuando ya se cumple un mes desde que debió caminar cientos de kilómetros bajo la inclemencia de un cielo extranjero, acompañado únicamente por los vestigios de la ilusión con que decidió migrar “en busca de un futuro mejor”. Las ampollas son lo de menos. La mirada esquiva, el movimiento incesante de piernas, y el ceño fruncido, son expresiones reveladoras de quien ha sufrido una experiencia traumática.
En Venezuela la migración dejo de ser algo exclusivo de las clases alta y media. Personas de escasos recursos buscan la manera de salir del país por métodos nuevos, siendo la opción más común viajar en autobús durante días cruzando desde Colombia y hacia el sur del continente.
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Diego Hovsepian, joven tequeño de 22 años, nunca pensó que aventurarse en una ruta terrestre entre Venezuela y Perú se convertiría en una pesadilla. Era impensable que adentrarse en tierras extranjeras, como han hecho tantos en ese mismo recorrido, podría pasar de esa roncha transitoria que todo migrante está dispuestos a soportar, a una tragedia digna de contar.
Día 1: un incidente menor
El 26 de septiembre es el día escogido para iniciar el viaje. Junto a tres desconocidos (la más cercana es esposa de un amigo de su primo) y una maleta llena de esperanzas, deberá esperar desde las tres de la madrugada hasta las ocho de la mañana para comprar el boleto de Los Teques a San Cristóbal, y siete horas más para finalmente abordar la unidad en el terminal de la capital mirandina. Un tercermundismo normal. Nada de qué preocuparse.
Todo va bien hasta que llegan al denominado paso del “zigzag”, trayecto sinuoso en la Troncal 5, estado Táchira, donde hay crecidas de rio que impiden el paso. En efecto, así sucede. El camino está bloqueado por el rio. Son las cuatro de la tarde del día dos. El bus no tiene aire acondicionado. Un grupo de pasajeros de actitud extraña, miran sospechosamente pertenencias del resto y, en una bajada a orinar de Diego y sus colegas migrantes, revisan sus bolsos pero no les da chance de sacar nada. Deciden devolverse a Barinas para pasar la noche y retomar el viaje la mañana siguiente.
Día dos: el terremoto
Un sueño corto y a las tres de la mañana van vía al terminal para salir en el primer transporte a San Cristóbal. Meta lograda. A las siete de la noche ya están en la frontera con Colombia. Logran sacar los dólares enviados desde Perú para cubrir los gastos del viaje, pero el encargado del trámite financiero, uno de los familiares de la esposa del amigo del primo de Diego, actúa extraño. Solo saca una mínima parte y quiere administrarla exclusivamente, provocando una tensa discusión ante la que Havsepian decide que su aventura termina allí. Llama a su mamá quien aconseja hacer las paces y seguir. Hace caso. Sin embargo, ya su pasaje, que había sido comprado antes del problema, fue cancelado y debe comprar otro. Lo que debían ser 54 dólares hasta Ecuador, ahora son 108.
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Omega es la empresa operadora que vende los pasajes. Brindan un trato amable y eficiente, al punto de conseguir que viajen en puestos juntos. Está pautado para salir el día 3 a las dos de la tarde, por lo que se hospedan en un hotel de la zona. No es una suite presidencial, pero tiene sus servicios dignos.
Estando allí, sienten como paredes y pisos se mueven descontroladamente por varios segundos. Ha habido un fuerte temblor. Las calles están repletas de gente en pánico. Ellos no pueden esconder su palidez ante semejante sacudón. Si algún lector medio místico va leyendo a esta altura, seguramente pensará que tantos malos augurios advertían algo; “ese chamo lo que está es sala´o”, dirán otros menos elegantes; miles se identificaran, por haber pasado circunstancias similares o, contrariamente, contar con la suerte de hacer la ruta armónicamente.
Día 3: por culpa del chocolate
Continúa la eficiencia de Omega. Dos en punto y ya salieron.
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Primera parada, seis de la tarde en Lagunitas. Recomiendan los pasteles y el chocolate caliente de la zona, y nadie puede negarse a una recomendación gastronómica cuando apenas pisas tierras desconocidas. Una minimización de la roncha. Una ganancia espiritual en los pininos de la aventura.
Par de horas más de camino y comienza la profundización de la desgracia. Un derrumbe bloquea la vía y los pasteles con chocolate caliente empiezan a hacer su efecto en el sistema digestivo. Diego pide el baño del bus, pero ya los empleados de Omega se empiezan a poner odiositos. El chofer se niega y le dice que vaya al monte. Es de quienes cuesta hacer del cuerpo fuera de casa, por lo que baja un par de veces infructuosamente, hasta que, por la fuerza de las circunstancias, se adentra en el monte. La tercera es la vencida.
En pleno acto fisiológico, las luces empiezan a moverse. Acelera el paso y al salir descubre la crueldad: el derrumbe fue removido y lo dejaron botado. La vía es rápida y el autobús no está detenido, así que en par de minutos ya estará a una distancia inalcanzable corriendo. Camina hacia unos locales turísticos cercanos a preguntar dónde está: Bucaramanga.
Se dirige hacia el derrumbe y, al llegar, le informan que varios buses de Omega pasaron a toda velocidad. Supone que alguien notara su ausencia, así que camina en la misma dirección. Solo tiene consigo el pasaporte, teléfono celular y 50 dólares.
La vía es lúgubre, angosta, solo pasan camiones de vez en cuando, la humedad apenas deja respirar. El dedo gordo de la mano derecha es infructuoso en su afán de aventón. Para evitar ser arrollado, debe caminar por el filo de la carretera.
Las marcas en sus brazos son evidencia de tres caídas, una de las cuales queda guindando con las piernas hacia un barranco potencialmente mortal. Sobrevive, pero no su teléfono. Ahora está completamente incomunicado, cansado, mojado y sucio. Para los choferes no es más que un indigente.
Tras unas cuatro horas de caminata, consigue el primer letrero de tránsito, donde se informa de que aún debe continuar unas cuantas horas más hasta el pueblo más cercano, llamado Tuna.
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Día 4: un encuentro inesperado
Al amanecer, cuando ya son diez horas de andar continuo, llega a la pequeña población. No hay terminal ni carros que lo lleven lejos. Tiene que seguir el maratón. Cerca, consigue un caserío menos rural, donde le regalan un pan con agua de panela. Al no tener nada de pesos y mucho menos dónde pueda cambiar los dólares, traza como nueva estrategia dejar de seguir al autobús y pedir la cola hasta Cúcuta.
Varias horas pasan en la orilla del pueblo hasta que un buen samaritano lo monta en un camión. Va hasta Pamplona. Se da cuenta que hay una oficina de la empresa Omega, donde hace el reclamo pero no obtiene una respuesta distinta al tercermundismo peloteador: ve a donde compraste el pasaje. Con una percepción distinta a la amable postura del principio por parte de la compañía, toma un taxi que lo lleve a Cúcuta bajo promesa de pagarle allá.
Al fin consigue cambiar a pesos y se va directo a las oficinas de Omega, donde lo espera una sorpresa: el chofer que lo dejó. En una máxima expresión de cinismo, el conductor le reclama, molesto, porqué razón no hizo pupú la primera vez que se bajó. Extranjero, dependiente e indefenso, se cala el mundo al revés y solo pide solución. Le aseguran que abordara la próxima unidad en salir.
Mentira. Se hace de noche y entre una excusa y otra lo dejan nuevamente en el limbo. Debe buscar dónde dormir y los recursos se agotan. Los hoteles evitan hospedarlo por su aspecto andrajoso. No le creen lo que ha pasado.
Regresa al lado venezolano donde paga 6mil bolívares para quedarse en una especie de refugio donde decenas pasan la noche apretujados sobre cartones. La única cama pertenece al dueño del lugar. Aun su familia no sabe nada de él.
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Día 5: un grave error
Sucio, hambriento, maloliente, con los pies destrozados, vuelve a Colombia usando cedula fronteriza (la noche anterior salió sin sellar el pasaporte). Comienza a resignarse. Es preciso regresar, pero primero hay que buscar al menos el equipaje. Así lo plantea a Omega cuando llega de nuevo a su oficina a las ocho de la mañana.
Es mediodía y aun no obtiene respuesta, por lo que se adentra en la ciudad en busca de comunicarse con su familia. Están desesperados. Llevan cuatro días sin saber de él. Ni las autoridades venezolanas ni colombianas habían hecho algún caso de sus denuncias. Parece que la negación de justicia para el pobre es un precepto universal.
Concuerdan en que no vale la pena seguir esforzándose por continuar bajo tales condiciones. Regresa al terminal de Ureña, pero habla con una señora quien le aconseja que siga luchando por sus sueños. Se conmueve y evalúa la posibilidad de que le depositen más dinero, así que vuelve a Cúcuta para un intento final.
Duerme en una plaza donde proliferan personas en condición de calle. Hay un comando policial a quienes explica sus angustias. Le dan suero, ven sus pies y permiten que se quede cerca de ellos. Las llagas son ensalivadas por una señora con presuntos dotes de curandera que observo su pesar y se acercó solidaria.
Las casas de cambio están de paro, así que no tiene dónde cambiar unos pocos dólares que guardó para emergencias. Sin dinero, debe caminar nuevamente cientos de kilómetros de regreso a la frontera.
Día 6: regreso a casa
Con los pies sangrantes, aborda en territorio venezolano autobús a Ureña. Allí lo espera un contacto a quien depositaron desde Los Teques recursos para el pasaje de Diego y dinero extra para que le compre comida. Nunca se los da. Por el contrario, extenuado por el trajinar de casi una semana, debe trabajar vertiendo gasolina y cargando maletas para costear el viaje.
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Cuatro de la tarde del día 6 está con su familia en el Terminal de La Bandera. Se acaban al mismo tiempo la ilusión de ese “futuro mejor”, pero también el suplicio de una migración accidentada. En ese momento sus compañeros de viaje están llegando a Ecuador. Aseguran que el chofer no quiso esperar.
A pesar de contactar diversas sucursales de Omega y autoridades de ambos países, la maleta sigue desaparecida y nadie aporta respuestas satisfactorias.
Diego, por su parte, quiere volver a viajar. ¿Tan mal está Venezuela?
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