Por Fernando Mires
«El presente texto lo escribí en el 2003 y fue publicado en diversos medios. Hoy lo publico nuevamente. La razón es que hoy es aún más actual que ayer. Hay, en fin, textos que aguardan su momento»
Bin Laden y Che Guevara han sido comparados varias veces por los medios de comunicación hasta el punto de que se ha sugerido insistentemente que Bin Laden es el Che Guevara del mundo islámico. Por supuesto, las izquierdas tercermundistas (o sus restos) se defienden de tan macabra comparación. ¿Cómo comparar a ese asesino terrorista como Bin Laden con ese revolucionario racional, ateo y secular, lleno de idealismo y de amor por los pueblos y la humanidad que era el Che Guevara?
No obstante la comparación es posible si se entiende que comparar es un procedimiento que lleva a establecer listados de semejanzas pero también de diferencias.
El conocimiento es esencialmente comparativo y no podemos acceder al conocimiento de ningún objeto si no establecemos su identidad, la que sólo se puede lograr mediante relaciones de semejanza y diferencia con otros objetos. Por lo tanto, está claro que Bin Laden no es el Che, porque son muchísimas las diferencias que los separan. Sin embargo también hay semejanzas; algunas de ellas son: el marcado carácter antipolítico de ambos, el culto a la violencia que los caracterizaba y el antinorteamericanismo que casi religiosamente profesaban.
Terroristas, guerrilleros, soldados y políticos
La principal diferencia, a mi juicio, reside en la identidad particular de cada uno de ambos combatientes: Bin Laden era un terrorista, Che Guevara un guerrillero, y entre terrorismo y guerrilla hay diferencias.
Para esclarecer de modo más preciso las diferencias es necesario distinguir por lo menos cuatro tipos de combatientes: el terrorista, el guerrillero, el soldado, y el político.
Afinando un poco más todavía la distinción: el terrorista equivale al período salvaje de la humanidad; el de la destrucción por la destrucción, cuando no importan las muertes de los no combatientes; y en el caso más radical, que era el del terrorismo de Bin Laden, donde la propia vida no cuenta. La guerra del terrorista es total; es destrucción y autodestrucción a la vez; es, en breve, el triunfo definitivo del principio de muerte sobre el de vida.
La guerrilla en cambio corresponde históricamente con el período de la barbarie, cuando hordas organizadas designaban destacamentos para compensar mediante la astucia y la sorpresa la superioridad militar de los ejércitos enemigos que residían en las grandes ciudades, centros de poderosos imperios.
El soldado, a su vez, es un combatiente a quien se compensa mediante dinero, o simplemente bienes, por su participación en la defensa y expansión de las naciones; se trata, en consecuencia, de un guerrero instrumental quien para combatir no necesita odiar al enemigo pues combatirlo es su profesión.
El guerrillero, a diferencia del soldado, no habitaba en las ciudades. El fenómeno de las guerrillas urbanas es moderno y tiene que ver fundamentalmente con el intento de llevar la guerra a los recintos urbanos para penetrar o infiltrar las ciudades con el “virus” de la guerra. En ese sentido la guerrilla moderna ha aprendido del terrorismo, que sí ha sido tradicionalmente urbano.
Cuando la guerrilla o el terrorismo urbano no actúan en contra de una dictadura, esto es cuando realizan sus actos en contra de regímenes políticos y democráticos, se produce la des-poli-tización de la polis, hecho que rara vez lleva al triunfo del terrorismo o de la guerrilla y que más bien lleva, ante la ausencia de vida política, al apoderamiento de la ciudad de parte de los demagogos que, como constataba Aristóteles (1962), casi siempre anteceden a los tiranos. El populista y el militar acceden a la política cuando ésta se encuentra en estado de degradación. La historia reciente de los países latinoamericanos está llena de casos que comprueban dicha tesis.
Por último, el político es el combatiente que ha abandonado la guerra pero no su lógica pues un político que no es polémico es un mal político. Como decía Carl Schmitt (1996, p.34) la diferencia entre el soldado y el político no reside en que este último no combate, sino en el hecho de que el político se encuentra permanentemente combatiendo a diferencia del soldado que sólo lo hace de modo ocasional, es decir, en épocas de guerra que, se supone, son las de excepción. La política, en tanto vive del antagonismo, al igual que la guerra, se diferencia de esta última en los medios de combates: las palabras. La política es, dicho en breve: guerra gramaticalizada.
La tipología expuesta no debe ser entendida de modo vertical o como etapas históricas que se suceden y excluyen. De la misma manera, el salvajismo y la barbarie coexisten en medio de la civilización y en muchos casos se sirven de la política. Me atrevería a decir que ni salvajismo ni barbarie son erradicables de la vida social (basta leer los periódicos) aunque sí es posible reducir sus dimensiones, si es que tales expresiones se encuentran bajo la hegemonía de la cultura y de la política. De la misma manera, los límites que separan a un momento del otro son a veces muy difusos.
Suele ocurrir, y este era el caso del Che Guevara (o de Mao) que la actividad guerrillera es concebida como un momento que llevará, en una fase más avanzada de la lucha, a la transformación de la guerrilla en un “ejército popular” cuyo objetivo será restaurar un Estado Político (objetivo que nunca los ejércitos llamados populares han cumplido). En ese sentido “potencialmente” político, el Che se diferencia radicalmente de Bin Laden, quien no se planteó ninguna fase superior en el desarrollo de una lucha armada al mandar destruir las torres gemelas. Más todavía: los terroristas de Bin Laden no dejaron ningún mensaje; algo que jamás haría un guerrillero quien utiliza sus acciones como propaganda. El terrorismo, en cambio, comienza y termina con la muerte; e incluso, con la muerte del terrorista. Suele ocurrir también que los ejércitos más profesionales, al verse envueltos en la lucha, se transforman en hordas bárbaras e incluso salvajes, cuyo único objetivo es la destrucción y el saqueo. Hay muchos films de guerra, principalmente norteamericanos, que dan cuenta de ese proceso regresivo, y de ellas, Apocalipsis Now de Francis Copola continúa siendo un clásico de rango superior.
La antipolítica
Mas, no sólo a partir de las diferencias sino también de las semejanzas es posible establecer una comparación entre Che Guevara y Bin Laden. Como ya ha sido dicho, una de las principales semejanzas reside en el carácter definitivamente antipolítico de ambos combatientes. Esa actitud antipolítica no se deduce sólo de la condición guerrera. También del hecho de que en ambos la guerra se emancipa de toda instancia política hasta el punto de que no dejan ninguna posibilidad para reciclar la violencia militar y convertirla en polémica política, y eso quiere decir que tanto en el terrorismo de Bin Laden como en la guerrilla del Che la guerra adquiere una significación total, aunque, hay que precisar, en Bin Laden desde un comienzo y en Che Guevara como parte de un proceso más bien evolutivo.
De este modo, mientras Bin Laden se propuso destruir todos los espacios que llevan a la política, ya sea en el mundo islámico, ya sea en Occidente, Che Guevara, al declarar la revolución en estado de permanencia y al declararse él mismo como revolucionario permanente, realizó una rotunda negación de cualquier práctica que condujera a la reactualización de la política, factor determinante en la rotunda derrota militar que experimentó Guevara y el guevarismo.
Hay tres momentos que llevan a la negación de la política. El primero es el establecimiento de una dictadura. El segundo es la guerra. El tercero: la revolución. Curiosamente los tres han sido realizados con el supuesto objetivo de restaurar las condiciones políticas, objetivo que raramente ha sido cumplido. Ahora bien, los tres momentos se encontraban perfectamente sincronizados en la ideología que profesaba Guevara y el guevarismo y, hay que decirlo, esa idea era seguida por gran parte de la izquierda no comunista, tanto latinoamericana como europea. De acuerdo a los principales postulados, esa idea se trataba de realizar una guerra revolucionaria que, en un momento determinado de la lucha, debería tomar la forma de una insurrección popular o revolución social, comandada por un ejército de vanguardia cuyo objetivo sería implantar una dictadura revolucionaria para así destruir el capitalismo y construir el socialismo.
El triunfo de la ideología sobre el pensamiento
Siendo negada la política su lugar no puede sino ser ocupado por la ideología, y eso caracteriza tanto al Che Guevara como a Bin Laden.
Naturalmente es posible argumentar que Bin Laden –a diferencia del Che que adscribía a una ideología “científica” el marxismo– adhiere a una religión. No obstante, basta consultar a cualquier entendido en teología islámica para saber que el Islam de Bin Laden tiene que ver tanto con el Corán como el marxismo de Guevara con “El Capital” de Marx; es decir, nada o casi nada.
Una ideología se alimenta, por decirlo así, de “elementos” aislados extraídos ya sea de una religión o de un conjunto teórico que los organiza en sistemas cerrados de los cuales se deduce la realidad y no al revés. Al interior de una ideología, tanto conceptos como teorías entran en un proceso de petrificación de modo que las personas que ya han sido poseídas por una ideología muestran una falta de flexibilidad cada vez mayor, tanto en su carácter como en sus palabras y actos, lo que les imposibilita comunicarse dinámicamente con otras personas (Mires 2002). Esas son, en general, las características principales de los militares, de los dictadores, de los profetas y santos, y no por último, de los revolucionarios permanentes.
Llegará así un determinado momento –y ocurre cuando la ideología realiza una posesión total sobre la mente–, cuando las personas ideológicamente poseídas entrarán en un radical proceso de descorporización. La similitud de los rostros de Bin Laden y del último Guevara con el de los santos místicos medievales de Occidente, es más que notable, hecho que explica por qué tantos cristianos latinoamericanos se sintieron fascinados por Guevara y el guevarismo, del mismo modo que muchos jóvenes islámicos han creído ver en Bin Laden el iracundo renacimiento del profeta. El reino de los profetas –sean estos religiosos, terroristas o revolucionarios– no es de este mundo. Esa renuncia al mundo la realizan los profetas abandonando sus riquezas, sus profesiones, sus mujeres y sus hijos, llamados por las voces que le indican desde el más allá –un más allá que sólo se encuentra dentro de ellos– las misiones que han de cumplir en esta tierra.
Pero la política sí es de este mundo, y no pertenece a ningún lugar que no sea de este mundo. No hay, efectivamente, nada más mundano que la política, la que para realizarse requiere de la luz pública, donde nos vemos todos, frente a frente los unos con los otros; y los nos-otros con los vos-otros quienes, para resolver nuestros interminables antagonismos, nos partimos en “partidos”.
La política no puede realizarse en selvas o en montañas sino en esas ciudades que nos convierten en ciudadanos, quienes al vivir unos tan cerca de los otros debemos resolver nuestros conflictos de modo no armado pero sí mediante argumentos que vienen de las opiniones que, a su vez, vienen del pensamiento. La política, en fin, es el lugar en donde convertimos nuestras pasiones, o nuestros deseos de amor y odio, en intereses e ideales. Eso explica porque los profetas son personas con una capacidad ilimitada de amor pero también de odio; pero de un odio que lleva no sólo a la destrucción de los demás, sino de sí mismos. Los profetas mueren relativamente jóvenes, ejecutados o asesinados.
Con la excepción de Bin Laden pocos seres han amado y odiado tan intensamente como el Che Guevara. En su carta de despedida a sus hijos, antes de inmolarse de puro amor por los pueblos, escribía el Che:
“Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario” (Guevara, 1970, p.696).
Esa, la del Che, es también la mejor cualidad de un cristiano: asumir el dolor de todo el mundo. Palabras místicas que muestran de qué modo la revolución hace regresar a sus héroes desde el espacio político al pre-político que, por serlo tal, no puede ser sino religioso.
El amor al prójimo convertido en expiación y sacrificio lleva a la creación de un “hombre nuevo”, una especie de “santo armado” al que, por su amor al mundo, le está vedado descender a los amores simples de esta tierra. Son muy conocidas las palabras del Che en su ya mítico El hombre y el socialismo en Cuba:
“Déjenme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor (…) Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita” (p. 382)
Apología del odio
Pero cuanto mayores son los sentimientos de amor a los pueblos mayores deben ser los sentimientos de odio a sus enemigos. El hombre pre-político, en un momento determinado, debe llevar su amor y su odio hacia la destrucción ya no sólo del enemigo sino de sí mismo. Ese mundo despolitizado donde el odio-amor impone su dictadura no deja al final más alternativa que la muerte: una muerte recibida con mística, éxtasis y amor. Sobre las cenizas ardientes de los cadáveres mutilados nacerá la esperanza redentora de un mañana que para que sea posible debe renunciar al “hoy día”. Citando de nuevo al Che Guevara:
“El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal (….). Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve; a su casa, a sus lugares de diversión, hacerla total (….) Eso significa una guerra larga; y lo repetimos una vez más, una guerra cruel” (Ibíd. pp. 596-597)
El ser humano convertido en una efectiva, violenta y fría máquina de matar que lleve la muerte a la casa y a los lugares de diversión del enemigo en el marco de una guerra total de larga duración fue el legado del Che que afortunadamente casi nadie ha querido heredar en América Latina (al fin y al cabo, un continente occidental) pero que, en otros lugares del mundo lo están cumpliendo los terroristas islamistas llevando su mensaje de odio y muerte; sin contemplaciones, sin descanso y sin piedad. Ese mensaje del Che muestra también el proceso de degradación que vivía la izquierda revolucionaria latinoamericana del cual él era su representante más simbólico.
Surgida la guerrilla del Che como una forma de lucha armada con una conducción político-militar, se despidió, en el proceso de lucha, de todos sus contenidos políticos iniciales, permaneciendo sólo los militares los que sin conducción política llevan a transformar la lucha guerrillera en simples actos de terror, como fueron los que encomendó Bin Laden a sus ángeles de la muerte. Mientras la política representa el triunfo colectivo del principio de vida, el terror organizado –lo más contrario a la política– representa el triunfo definitivo del principio de muerte hasta el punto de que los santos del terror se enamoran perdidamente de la muerte, a la que terminan declarando, poéticamente, su amor. Ese fue el destino final del Che Guevara, quien además lo dejó consignado en las siguientes palabras:
“En cualquier lugar donde nos sorprenda la muerte bienvenida sea (las cursivas son mías), siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos, con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria” (Ibid, p. 598).
Con esa intención Guevara ya había firmado su derrota antes de comenzar a luchar. Porque una guerra total, que no tiene término, ni perspectiva, y que deslocaliza radicalmente a sus enemigos, sólo puede llevar a la muerte de quien la proclama, pues si el enemigo está en todas partes también puede estar en uno. Esa proclamación febril sólo puede ser comparable con aquella otra emitida por Bin Laden desde las montañas afganas:
“A América y su gente les digo unas pocas palabras. Juro por Dios que América no vivirá en paz hasta que la paz no reine en Palestina y hasta que todos los ejércitos de los infieles no salgan de la tierra de Mahoma, la paz sea con él. Dios es el más grande y gloria al Islam.”
Che Guevara inició “su” guerra a partir de un análisis político, equivocado o no, pero político. De acuerdo a ese análisis, avalado por ciertas teorías “científicas” de la dependencia, el capitalismo había agotado sus posibilidades en América Latina y sus burguesías estaban ya entregadas al imperialismo. Luego: combatir a esas burguesías no nacionales, significaba, de acuerdo a su evaluación, combatir al imperialismo. Se trataba, por lo tanto, a su juicio, de una guerra justa. Como era justa, al foco guerrillero se irían plegando las muchedumbres de andrajosos, humillados y ofendidos de todo el continente, es decir, Guevara buscaba ordenar detrás de sí a la mayoría popular en el marco de una guerra irregular y prolongada cuyo objetivo era transformar la guerrilla en un ejército popular: nacional primero y continental después. No obstante, esa guerra originariamente política asume en un momento determinado un carácter puramente militar y por lo mismo es despojada de límites y perspectivas. Y sin política, aparecen las pasiones, expresadas en sentimientos salvajes de amor y odio.
El odio al enemigo llega a ser tan grande en el Che, que alcanza el punto en que ordena asesinar al enemigo, no sólo en los campos de batalla sino donde se encuentre, es decir, teóricamente el Che ya no diferenciaba entre soldados y civiles, y esa es la principal característica del terrorismo.
El enemigo, para el terrorismo, es total, con o sin uniforme. Alcanzado ese momento, la guerra del Che perdió incluso su carácter militar y se transformó en puro terror. Al no encontrar límites que lo contuvieran, ese terror se vuelve, tarde o temprano, contra quien lo profesa, hecho que explica porque el Che terminó su campaña dando la bienvenida a la muerte que no era otra sino su propia muerte. Incluso terminó creyendo en la resurrección de los cuerpos, representada en esas miles de manos imaginarias que empuñarán las armas de los caídos. Así, el Che regresó, antes de morir, a la más antipolítica de todas las visiones, a las de la magia, es decir, a la renuncia absoluta de la razón. Quiero afirmar, en fin, que el Che terminó su camino ahí justo donde lo comienza Bin Laden: en el culto al principio de la muerte.
No obstante, quisiera terminar esta comparación reiterando una diferencia: el Che nunca se refugió, como lo hizo Bin Laden, detrás de las espaldas de algún supuesto Dios. Hasta el momento de su destrucción, asumió él mismo la responsabilidad de sus actos y pagó, con su trágico destino, dicha decisión.
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Referencias bibliográficas
Aristóteles, La Política, Espasa Calpe, Madrid 1962
Guevara E. Obras, Casa de las Américas, La Habana 1970
Mires F. Crítica de la Razón Científica, Nueva Sociedad, Caracas 2002
Schmitt C. Der Begriff des Politischens, Duncker § Humblot, Berlin 1996. Trad. esp. El Concepto de lo Político, Alianza Editorial, Madrid 1992
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