Las manifestaciones populares ocurridas frente a la casa del beodo gobernador de La Guaira, general García Carneiro, para reclamarle comida, y los asaltos de camiones de alimentos por pobladas en la entrada de Caracas, en Tazón, son el anuncio del tsunami que se aproxima a la capital, eje de la estabilidad de la república. No exagero. Es el principio de un final que, de no impedirse ya, lamentaremos durante varias generaciones.
Nicolás Maduro, boceto de un mal estadista, víctima de su Messalina, por ignorante de la historia y la psicología de la especie humana, es incapaz de discernir sobre lo anterior. Le falta a su lado un colaborador o ministro sensato como Llovera Páez, quien oportuno le dice al dictador Marcos Pérez Jiménez, en 1958: ¡Mejor vámonos, que el pescuezo no retoña!
No ve Maduro más allá de su habilidad para las triquiñuelas, para jugar con los mendrugos de su poder agónico o realizar sin crítica ni juicio las instrucciones que recibe de Raúl Castro. Tanto que su esfuerzo o el de sus adláteres –los Rodríguez o los Cabello, los Chávez o los Padrino, los Jaua o los Carreño, los Chacón o los Reverol, los Calixto o los Maikel– apenas sirve para lo “políticamente” trivial o como cebo de sus iniquidades patológicas: que si mantener tras las rejas a los líderes opositores con mayor fuerza de conducción; que si rebanar a los partidos de la Unidad a fin de que sobrevivan los más cómodos a su tranquilidad; que si acusar al Imperio de sus fracasos; que si sembrar cizaña en los predios de los opositores, dividiéndolos entre dialogantes o no dialogantes, con la ayuda de un personaje deleznable –José Luis Rodríguez Zapatero– a quien le temblarán las piernas al término de este espectáculo que muestra sus fauces muy ensalivadas.
¡Y es el que Rodríguez Zapatero, por Dios, cree ser una suerte de Talleyrand sin siquiera calzar los zapatos del aventurero e intrigante Ripperdá, primer ministro de Felipe V!
Los presos políticos son caldo de cultivo para la mayor irritación de un país irritado con el régimen militarista, de trazos primarios marxistas, de despliegues sin pudor de riquezas mal habidas que le llevan hasta el límite de su inanición. El desconocimiento de la Asamblea Nacional y el secuestro del voto le cierran su válvula de remota esperanza de cambio. Y al impedírsele otear, en medio de la oscuridad y con manos propias, ejerciendo el voto como drenaje de los ánimos, se ve situado ante lo fatal: ¡O vive, o se muere por acción del hampa, por falta de medicamentos, o por extenuación corporal!
Huérfano de rumbo –guillotinada toda forma de veraz entendimiento con la propia nación o de disposición honesta para sortear el vendaval que lo anega, conjurando al crimen organizado (terroristas, narcotraficantes, asesinos, “bolichicos”) que lo atenaza– el régimen recrea entre nosotros a la Francia de 1793 y 1794.
Instalado el “reino del terror” y su Comité de Salvación Nacional –léase el Comando Antigolpe del vicepresidente El Aissami– las consecuencias fatales no se hicieron esperar en París. Lejos de Maduro una figura como Dantón, colgado por sensato y moderado, su revolución se fractura y derrumba como le ocurriera a Maximilien Robespierre. La autocracia, las persecuciones, la incertidumbre generalizada, los juicios por traición y conspiración que ordenan de modo indiscriminado –ayer Robespierre y hoy Nicolás– terminan por la propia inestabilidad que generan. En su caso, Robespierre es arrestado por sus seguidores y termina mal. Media una confrontación agonal de naturaleza política como la que sostiene Maduro con los suyos y con los ajenos; mientras los ajenos y los suyos, por poco precavidos o distraídos, no escuchan el rugir de las aguas embravecidas que origina el hambre.
Si Maduro y sus generales no hacen un alto y leen las páginas que explican los orígenes remotos de la lucha de clases, todos a uno de los venezolanos seremos testigos y víctimas, a la vez, de una violencia animal darwiniana y freudiana en gestación y que catapulta la ley de la supervivencia cuando se instala.
En la Venezuela del momento no es la supervivencia de la revolución o de los revolucionarios y sus amigos lo planteado. Se trata de la existencia del pueblo, de su vivir y para ello comer, que es lo que le falta y lo que Maduro le niega a todos; incluidos aquellos que aún cree le siguen o respaldan bajo la atadura de una bolsa de alimentos que ofrece y no llega, pues sus funcionarios o se la roban o la trafican.
El pueblo ha perdido el miedo. No les teme a los soldados y sus disparos, como en Tazón, pues estos, como parte de aquel, sufren escasez y carestía.
¡Maduro, renuncia! Evítanos el baño de sangre.
correoaustral@gmail.com
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