Un “guerrero del teclado” –al caso este columnista lo es por oficio y a disgusto de quienes nos critican mientras hacen política self-service, por las redes– afirma que el fanatismo hace presa de los adversarios de Nicolás Maduro, pues pretenden responsabilizarlo por la dolorosa tragedia que le pone fin a la vida de los futbolistas chapecoenses y una veintena de periodistas, todos a bordo de un avión de la empresa “socialista” Lamia.
La cuestión –es lo importante– consterna, aun cuando su noticia llega en el momento en que la vida nada vale en Venezuela: 90 homicidios por cada 100.000 habitantes, más los que caen por la hambruna o la crisis de la salud. El caso es que los muertos eran cultores de la virtud y el valor (areté), iniciados –dirían los griegos– en la vida civilizada; hoy víctimas de los inciviles, de la corrupción política.
La improvisación, el tráfico de influencias, la colusión con testaferros, la fanfarronería de gobernadores venezolanos –los “generales” de Mérida, Nueva Esparta, y Bolívar– y funcionarios aeronáuticos bolivianos para quienes el servicio público es una trapisonda de ocasión, permite el nacimiento de la citada línea aérea, hija de una revolución incestuosa; que dispone de un avión viejo a la manera de una valla publicitaria: de esas que sintetizan la nada, la obra oficial que solo existe en las afiebradas y disociadas mentes de los Maduro, los Cabello, los Rodríguez, los Ramírez, los Morales desde El Alto, como engaño para los incautos.
El asesinato que en propiedad le pone término a la vida de ese casi un centenar de seres humanos que dejan sus restos en el Cerro Gordo de la Antioquia colombiana, pasajeros de un avión de utilería que se detiene en el aire por falta de combustible sin que sea el resultado de una causa meteorológica o la eventual falla de la misma aeronave, recrea la igual tragedia que hoy vive nuestra República.
Desde cuando mengua el coraje popular, ese que la penuria no alcanza a disminuir durante el año 2016 y es apuesta de buena fe por un horizonte prometedor, los venezolanos nos encontramos como suspendidos en el aire, en total oscuridad; conscientes de lo que viene al cesar el rugir de los motores de nuestra vida cotidiana, hecha hilachas.
En los días recientes, palmaria la burla mordaz que deja al descubierto la Mesa de Diálogo entre el régimen y la oposición institucional –aquel gozando con sarcasmo de su trastada y esta intentando explicar lo inexplicable, pues frisa 17 años de cortesanía política sin resultados– la gente, la de a pie, camina como zombis, sin rumbo cierto. Al hombro lleva una pesada valija de papeles sin valor, cuando los reúne o se los vomita algún cajero en mal funcionamiento, buscando adquirir lo que no encuentra y que tampoco puede saldar con inservibles tarjetas bancarias, pues fallan –como en el aéreo de la muerte– todos los puntos de venta electrónicos.
Rasga el alma ver las cotidianas colas que se asemejan a ciempiés aletargados bajo el sol o la lluvia, a la espera de una bolsa de arroz o de harina que no llega, o el llanto ahogado por la impotencia de las madres cuyos infantes caen de sus manos como el agua líquida y por falta de insumos médicos o leche, u observar el vahído de estas en plena vía debido al ayuno impuesto por la corrupción al estilo Lamia, el delito hecho régimen, la violencia mudada en hábito, la helada sangre de las mafias instaladas en los poderes virtuales –por ausentes– de la nación.
¿Qué diferencia hay entre el desquiciado joven copiloto alemán de Lufthansa que estrella su avión contra los Alpes franceses con 150 personas a bordo el pasado año, el piloto de Lamia, quien por imprudencia manifiesta lleva hasta el cadalso a 75 víctimas inocentes, o los conductores de nuestra nave nacional, con 30 millones de habitantes a bordo sitiados por la muerte, el hambre, la escasez, la desesperación, la fractura de sus familias, la pérdida de todo proyecto de vida, para sostener con vida a los secuestradores del futuro?
Creo que ninguna. Todos a uno, narcisos, se miran en sus ombligos, corroídos por la vanidad del poder. Desprecian la otredad, que no sea para ilustrar un Twitter o un Instagram de circunstancia, como el de los generales gobernadores, quienes ahora miran de lado.
Entre tanto, Maduro, capitán de nuestra línea nacional, opta por viajar a la prehistoria para celebrar a quien muere en su cama de La Habana y celebra su obra macabra, elogiado por una generación de intelectuales tan miopes e insensatos como el piloto de la tragedia chapecoense.
Pero los símbolos trágicos en buena hora iluminan en horas de escepticismo. La mirada alegre de los jóvenes futbolistas, registrada y que corre por las redes, cuando cantan sus glorias antes de rendirle gloria a la eternidad, prueba de que la decencia y la bondad, humanamente frágiles, sí existen.