En medio de tanta escasez y desabastecimiento que vive el país, aparecen oportunidades de negocios que son -en boca de algunos– “impelables”. Y es que vender o recargar desodorante en una nación donde resulta muy difícil adquirir ese producto de higiene personal, apunta a convertirse en un gran negocio.
Miércoles 17 de agosto, nueve y media de la mañana: con un sol que se levantaba sobre nosotros y resplandecía con todo su poder, en una ciudad venezolana donde el calor y el bochorno son una constante, encontramos una puerta pintada en color negro, con una abertura en el centro -por donde se atiende a los clientes– y un letrero impreso en blanco y negro en la parte superior del portal que decía: “Se recarga desodorante”. La sorpresa fue mayúscula.
Barinas, estado de Venezuela -ubicado al sudoeste-, es rico en muchos aspectos. Providencial fue la mano de Dios que tocó sus tierras con riquezas –en cultivo– inigualables, además del potencial ganadero que posee.
De capital homónima, protagonista del evento surrealista que se está convirtiendo en algo muy común en el país: la venta de productos que escasean. Con una diferencia que merece la pena resaltarse, no proviene del “bachaqueo” que parece institucionalizarse cada día más en nuestras tierras. No, este desodorante es artesanal, producido por el propio vendedor, a base de cremas humectantes, limón y bicarbonato de sodio.
Inevitablemente recordé -llevando, intuitivamente, mi sentido del olfato hasta mis axilas- que tengo más de cinco meses sin conseguir aquel artículo. Así que, como era natural, la curiosidad invadió mi ser. Al terminar de tomar la respectiva fotografía, la misma que, por obligación, habría que compartir en Facebook y Twitter, porque es innegable que Venezuela, la tierra de Bolívar, está en crisis.
Estar de paso en la ciudad de Barinas, para tramitar algunos documentos, fue el evento que me llevó a descubrir que cerca del estadio Agustín Tovar, conocido por todos en aquellos lados como La Carolina, recargan por 600 bolívares el desodorante. Hay dos opciones: llevar su frasquito viejo del producto o, sencillamente, adquirirlo con todo y envase.
Acabada la fotografía, un hombre mayor, tal vez de 65 años, asomó su cabeza por la abertura de la puerta y, antes de preguntar qué hacíamos, nos adelantamos a cuestionarle sobre el producto y su calidad.
Don Pedro, con maestría, expuso las cualidades de su producto. Aseguró que en ninguna otra parte de la ciudad encontraríamos algo “tan bueno y de larga duración” como el desodorante que él vendía.
Incluso untó un poco del mismo en la parte dorsal de nuestras manos, así podríamos cotejar el olor, la suavidad y la duración del producto.
Resonó en mi interior el estribillo de aquella canción popularizada por Marco Antonio Solís en 2012: “¿A dónde vamos a parar?”, y, hasta ahora, no encuentro la respuesta para definir el malestar que causa ver cómo Venezuela se nos pierde entre sombras y desafueros.
Para ser sincero, nunca se me ocurrió comprarlo. Minutos más tarde, mientras seguíamos caminando por la ciudad, llevé mi mano izquierda a mi nariz y el olor había desaparecido. “Ni tan duradero”, pensé para mis adentros y continué mi recorrido. (Moisés Sánchez)