Desde la década de los cincuenta del siglo pasado, el término “gorilismo” se ha usado para referirse a los gobiernos militaristas y represivos de América Latina, tristemente famosos por las violaciones de los derechos humanos de su población y por la crueldad de sus órganos de “seguridad” y “orden”.
Entre las características definitorias del gorilismo están la persecución sistemática contra los adversarios, el cierre o control de los medios de comunicación, la represión contra las manifestaciones de quienes discrepan, la judicialización de la protesta, el recurso de la tortura, la concentración absoluta de los poderes del Estado, la corrupción de los jerarcas del gobierno, y la insistencia de la amenaza y el miedo como herramienta de control social.
En lo discursivo, el gorilismo latinoamericano (Videla en Argentina, Stroessner en Paraguay, Banzer en Bolivia, Pinochet en Chile, Castro en Cuba, Noriega en Panamá, Ríos Montt en Guatemala, entre otros) pregonó siempre que sus actuaciones eran movidas por el más puro “amor al pueblo”, que con ellos sí había “patria”, que sus naciones se encaminaban a convertirse en “grandes potencias”, y que todo el que pensase distinto era un traidor y apátrida, posiblemente financiado por fuerzas extranjeras. Pero más allá de estas falacias de tarima, el rasgo principal, característico y definitorio del gorilismo siempre ha sido la represión generalizada como soporte del poder.
Para vergüenza y sufrimiento de los venezolanos, el decadente modelo de dominación que todavía rige en nuestro país es hoy conocido en todo el mundo como el último prototipo del gorilismo latinoamericano. Una rápida revisión a la Venezuela de estos días nos muestra un país en estado generalizado de represión: represión sindical (miles de dirigentes perseguidos o bajo acusación penal por defender derechos laborales), represión mediática (clausura o compra de medios de comunicación, presión sobre comunicadores sociales, censura y cierre de espacios), represión universitaria (detención y asesinato de estudiantes, depauperación del profesorado, ahorcamiento financiero a las instituciones académicas), represión económica (hiperinflación, escasez, deterioro brutal de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, niveles de pobreza nunca alcanzados), represión sanitaria (abandono de los hospitales y depauperación del personal de salud) y represión política (persecución y encarcelamiento de dirigentes, asesinato a disidentes, ilegalización de partidos, allanamientos ilegales a parlamentarios electos, y más de 2.000 personas detenidas en lo que va de 2019 solo por protestar contra el régimen), son solo algunas de las más evidentes expresiones coercitivas de la oligarquía gorilista que hoy explota a Venezuela.
Esta represión desatada, caracterizada por una política sistemática de violación de los derechos humanos, con su inseparable ingrediente de torturas, crueldad y abuso de poder, es hoy por hoy el atributo más característico y definitorio del régimen venezolano en el poder.
Desde el punto de vista sociológico, la represión y la militarización son los últimos extremos de la cadena de control social. Cuando se recurre a ellos es porque ninguno de los mecanismos que usualmente se usan en democracia –basados en la obediencia social voluntaria y en la “autoritas” de los gobernantes– funcionan. Ante la carencia o déficit de estos últimos, la única opción para obtener acatamiento es el uso de la fuerza y el miedo.
La recurrencia a la represión y la violencia como mecanismo de control de la ciudadanía es un rasgo distintivo que evidencia lo que llama Fernando Mires la fase de declive del fascismo como modalidad de dominación. En esta etapa terminal –o fase del “gansterismo político” como lo denomina el filósofo chileno– los gobernantes acuden a la violación metódica y continua de la Constitución, la misma que garantiza los derechos que la represión y los abusos de poder anulan en la práctica, con el objetivo de fortalecer su poder y sus privilegios. Es el caso de nuestro país, donde –de nuevo citando a Mires– la política ha vuelto bajo Maduro a su condición primaria: a la del imperio de la fuerza bruta.
Cuando hace años escuchábamos con emoción y tristeza a Rubén Blades cantando “Desapariciones”, su himno homenaje a las víctimas de las dictaduras militares del continente, o asistíamos a la magistral obra de Juan Carlos Gené Golpes a mi puerta, o presenciamos con incredulidad y estupor La noche de los lápices, la película de Héctor Olivera sobre el episodio real de secuestro, tortura y desaparición de seis adolescentes por parte de la dictadura de Videla en Argentina, pensamos que, por más dolorosos y aborrecibles eran los hechos narrados por esas y muchas otras expresiones de la cultura humanista latinoamericana, se trataban de episodios de una historia negra y vergonzosa que nunca se iban a repetir. Jamás imaginamos que en pleno el siglo XXI íbamos a presenciar de cerca y a sufrir el renacer tenebroso de las desapariciones, torturas y represión gorilista, pero esta vez en nuestra propia casa.
Esta política de represión sistemática, condenada por casi la totalidad de la población, está provocando repulsión y rechazo también en las bases populares del oficialismo, en sectores del aparato burocrático y hasta en componentes de las propias fuerzas del orden público. Porque en el fondo, quien reprime pierde toda razón y toda legitimidad. Y un régimen que habiendo perdido legitimidad, apoyo popular y sustento moral, solo le queda la represión para intentar conservar sus privilegios, es ya un régimen que entró en su fase terminal. Es solo una cuestión de tiempo. En esto la historia no se equivoca.